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LITERATURA

Un espacio donde compartir reflexiones y sugerencias sobre literatura actual y clásica.

"La ruta de la seda o los hipervínculos de la memoria"

3/2/2016

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POR: GUADALUPE VÁZQUEZ

Seda, una palabra, casi una onomatopeya. “Seda”, un libro, un flujo semántico que contiene lagos helados, océanos, estepas, caballos, viajeros, a Flaubert y a Pasteur, hojas de té, hojas de morera, pequeños huevecillos, orugas blancas y suaves, aves y peces, parpadeos, una mirada, el amor, ¿el amor?, el deseo, una oscuridad suave, una oscuridad de muerte, la nostalgia.
  Cada párrafo está cargado de evocaciones, invocaciones. Esto no es ni una reseña ni un ensayo sobre el libro de Baricco, es mi memoria saltando entre sus páginas.
 
                                                                      
[ Seda ]
    Cuando tenía ocho años decir seda era una caja de zapatos con seis orugas gordas. Las sostenía en mi mano ¡qué tacto delicado! Trepaban, se erguían, colapsaban el tiempo en sus movimientos, un time lapse espontáneo en el que con voraces mordiscos hacían desaparecer las hojas de morera. Las orugas crecieron, engordaron aún más. Pronto estuvieron listas para envolverse en sus crisálidas: una maraña tejida de lo invisible. Veinte días después, demasiados para mi paciencia de niña, seis mariposas blancas, nada gráciles y más parecidas quizá a las polillas, levantaron el vuelo.
    Algunos años después, seda fue un pañuelo azul. Fue también una película, “Le cri de la soie”, recuerdo vagamente una mujer, una fetichista, el frufrú de la seda entre sus manos, su placer.
    Hoy seda es el vestido más bonito del mundo, con flores atrevidas que han florecido por cincuenta años, el tiempo recorrido desde que una modista aplicada lo cosió. La tela conserva su belleza, su lustre. Me sienta como un guante y me recuerda a otro vestido, uno que estrené a los 16 años. Nunca caminé más erguida y orgullosa que con ese vestido de faldas amplias y pequeños lunares celeste sobre fondo blanco.
 
                                                                     [ Oriente ]
    El oriente de mi infancia no incluía al Japón; empezaba en su frontera difusa, con zares llamados Vladimir; continuaba en la estepa mongola y luego viraba al oeste donde la voz de Sherezade me hablaba de cuarenta ladrones y un tal Simbad; al final me esperaban los tesoros ocultos de la Alhambra en un oriente que había extraviado la brújula. “Cuentos populares rusos”, “Las mil y una noches” y Washington Irving, en un tiempo en el que decir Bagdad era como decir babucha, turbante, alfombra voladora, en lugar de misil, muerte, despojo. ¡Cómo ha cambiado mi oriente!
 
                                                                    [ Viajeros ]
Al principio no hubo más viajero que Marco Polo, el primero de todos. Ahí mi oriente mongol se acercó a China, donde según Michael Ende hay árboles de cristal y plazas atestadas de hombres que cuentan uno a uno los cabellos de otros hombres, era pequeña y me lo creí. Luego supe de Colones, Pizarros y Elcanos, nuevas tierras, nuevas historias, de pupitre casi todas.
 Con el tiempo llegaron las viajeras. Alexandra David-Néel, una larga cabellera, una mirada infinita, una vida de cien años. Y Daisy Bates, acampando en el desierto de Nullarbor, siguiendo los pasos de los aborígenes; alguien me regaló un libro, en la portada Daisy Batesanciana saltaba a la cuerda.
 Los hijos de Caín no saben de viajes, envidian a los viajeros; los hijos de Caín saben de exilios y destierros, saben marcharse. Sé marcharme. Estoy ensayando volver.
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                                                                     [Japón ]
   Fujiko y su cara redonda y macilenta, teníamos 15 años, el mismo uniforme de peto verde y la misma aula gris.
    Yoshio Furukawa, hacía aparecer entre sus manos un zoológico de papel solo para mi; me encantaban la historias de su bisabuelo samurái huyendo a México con la mujer de su daimio, una mujer que quizá también habría enamorado a Hérve Joncour. Yoshio contaba cómo los esclavizaron en una hacienda de Veracruz y cómo huyeron nuevamente.
   Saiko Tsuzuku, de Nagoya, fue a España a aprender flamenco, me regaló una delicada tacita de porcelana azul; también conocí a su hermana Chiko, tan frágil, al saludarla se derrumbó temblando en mis brazos, la sostuve.
  
                                                                    [ Francia ]
 Solo el sur, una ruta ciclista, un campesino mal encarado, restaurantes cerrados al medio día. Perfumes. Un amante breve. Escritores, todos: Yourcenar, Jean Genet,  Michel Tournier, André Gide, Proust, Maupassant y Flaubert, por supuesto Flaubert.  Un salto, pienso enYourcenar de nuevo, en su cuento “Cómo se salvó Wang Fo”, transcurre en China, no en Japón, pero para mi se funden ambas imágenes, ¡qué ofensa!  Recalo finalmente en Puccini, en Madame Butterfly, en Madame Chrysanthème, en el amor de un oficial francés y una geisha.
 
                                                             [ Francia y Japón ]
 Otra película y otra escritora. “Hiroshima mon amour”. Marguerite Durás. Una mujer y un hombre, una francesa, un japonés. El recuerdo del amor, el recuerdo de la guerra: “Él. — Tú no has visto nada de Hiroshima. Nada.
Ella. — Lo he visto todo. Todo”. 
 La memoria que me lleva a la memoria de Hiroshima, la explosión, el horror inabarcable, la voz fluctuante de Harry Truman anunciando una lluvia de ruina sobre la tierra. Un crisantemo nuclear, su corola flamígera estallando en el verano japonés.
 
                                                                    [ Pasteur ]
 Mis nueve años. “Los cazadores de Microbios”, un libro de Paul De Kruif. Capítulo tres, Louis Pasteur ¡Los Microbios Son Una Amenaza! Hidrofobia, fauces cubiertas de espuma, experimentos, matraces.
 La palabra matraz me gusta muchísimo.
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                                                                        [ Amor ]
 Pienso “amor” y la cabeza se me llena de Dantes y Beatrices, de versos salomónicos; de amor de madre, de madres de Gorki y de madres Coraje; de amores ligeros y vanos como el de Radiguet. De amores existenciales como el de Sartre y Beauvoir. De mis propios amores, infantiles, adolescentes, nunca del todo adultos.
 Se puede amar hasta a las piedras. Se puede amar de muchas maneras, en tanto se pueda amar.
 A menudo canjeamos un sustantivo por otro, llamamos dolor al amor perdido.
 Puedo evocar un primer dolor, el primero del que conservo registro. Sin embargo no logro evocar el primer sentimiento amoroso. El amor, como el miedo, es inmanente.  
 
                                                                      [ Deseo ]
 Es un arco, una ballesta, la tensión de la cuerda, la mirada sostenida, la flecha que nos lleva prendidos de su afilada punta y nos arroja fuera de nuestro propio dominio. A lo lejos la manzana sobre la cabeza; el hombre, la mujer; la esquiva Cierva de Cirinea, con su cornamenta de oro y pezuñas de bronce; una promesa.
 No lo extrañaba a él, extrañaba mi deseo de él, esa alerta, esa conciencia del propio cuerpo vivo. Es tan difícil sustraerse al deseo.
 
                                                                   [ Nostalgia ]
 Morriña dirían mis abuelos, con su acento gallego. Nostalgia de la infancia. Nostalgia como en el tango de Cobián. La nostalgia fabuladora de lo que no fue y no ha sido. La “Nostalgia de la Muerte” de Villaurrutia, lejos de la nostalgia por los muertos.
 La nostalgia es oximorónica, es un deseo retrospectivo, un miembro fantasma, una mirada al horizonte del ayer.
  
                                                                 [ El libro y yo ]
 El placer de la lectura de Baricco, un texto suave y luminoso, de incontables hilos. Un libro con los atributos de la seda. Recojo las palabras, los paisajes, los temas. Me detengo, los pienso. Hay una resonancia, una correspondencia, me entrego al ejercicio dadaísta y freudiano de la asociación libre.
 La memoria del hombre, no tan distinta de la memoria de las máquinas, también se mueve en hipervínculos. El libro unido a mi memoria, a la de cada lector, se hace más vasto. Leo, me adueño de las palabras, hago del libro un libro infinito.  


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:

Seda. Alessandro Baricco. Ilustraciones de Rebecca Dautremer. Traductores Carlos Gumpert y Xavier González Rovira. Edelvives, Madrid. 2013. 216 páginas.
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