POR: GUADALUPE VÁZQUEZ. De los personajes casi arquetípicos que mueven a profundas identificaciones, destaca el Parsifal o el Sir Percival de las leyendas artúricas. En el romance escrito en el siglo XI por Chrétien de Troyes, Parsifal se presenta casi como un “niño salvaje” un “niño lobo”, que se ha criado fuera del mundo y fuera del quehacer de los hombres. Crece en un bosque solitario, en compañía de su madre, Herselojde, quien habiendo perdido a su marido y dos hermanos, decide apartar a su hijo de la caballería y sus peligrosos lances. Cuando por fin Parsifal, contrariando la voluntad materna, sale a los caminos de Gales dispuesto a convertirse en caballero, todos reparan en su estrafalario aspecto, lo confunden con un loco y se mofan de su torpeza y de su ignorancia. A menudo me pregunto ¿qué especie de Parsifal sería yo sin la lectura? Y ¿quién habría sido él con el amable tutelaje de las letras? Si Parsifal, por ejemplo, hubiera aprendido a leer, habría sabido que los bosques no son solo cotos de caza donde arrojar venablos a los jabalíes. En los bosques se refugian animales mitológicos y se esconden amantes; es punto de partida de aventuras iniciáticas y lugar de abandono de huérfanos hambrientos; el bosque era y es el escenario predilecto de Perrault y de los Grimm. Con un libro abierto, como un puente tendido hacia otras realidades, el mundo se habría vuelto más grande. Quizá a falta de libros, Herselojde le narrara a Parsifal algún cuento antiguo consagrado en la tradición oral, pero sería sin duda una fábula que lo disuadiera de alejarse del bosque, que mantuviera el mundo reconcentrado y diminuto bajo la foresta. Le contaría algo así como “La corneja fugitiva” de Esopo: “Un hombre cazó a una corneja, le ató un hilo a una pata y se la entregó a su hijo. Mas la corneja, no pudiendo resignarse a vivir prisionera en aquel hogar, aprovechó un instante de libertad en un descuido para huir y tratar de volver a su nido. Pero el hilo se le enredó en las ramas de un árbol y el ave no pudo volar más, quedando apresada. Viendo cercana su muerte, se dijo: ¡Hecho está! Por no haber sabido soportar la esclavitud entre los hombres, ahora me veo privada de la vida” (pág 98). Pero sigamos imaginado que Parsifal sabía leer, que tenía una biblioteca completa a su alcance, y que recordando de viejas lecturas de caballería, lo allí descrito y las gentiles ilustraciones de sus páginas, no habría cometido el error de trastocar caballeros de yelmos dorados por ángeles celestes. Mucho menos habría salido vestido de tal guisa que, más que por guerrero audaz, le tomaran por el tonto del pueblo. Leer lo enfrentaría al relato de los combates, a su atrocidad; lo haría asomarse al campo de batalla, y entre apretados renglones y letras capitales vería a los heridos sacudirse el acecho torvo de los buitres. ¿Abandonaría entonces su vocación caballeresca?¿Le anunciarían los libros los peligros de la contienda?¿sería capaz un libro de salvar su vida? Y de la soledad en el bosque, ¿lo salvarían los libros? Al menos por un rato… Uno puede sentarse en un café a leer con placidez sin la oprobiosa imagen de aquel que sin compañía, solo y solamente, espera. Parsifal a falta de amigos de su edad hubiera podido encontrar como sustitutos a Dick Sand (1) o en su defecto a Holden Caulfield (2), como lo hicimos por un tiempo aquellos que, siendo tímidos, preferíamos esconder nuestra nariz en un libro. Con todo, lo que más distingue la lectura, a mi entender, es el placer que esta produce: las gozosas horas empleadas en pasar las páginas, hasta que la oscuridad nos sorprenda aún con el libro entre las manos. Con certeza, este Parsifal lector se habría procurado un candil que le permitiera concluir al menos un último capítulo, incluso en la noche más cerrada del bosque galés. Como aquella querida amiga miope que con una linterna y una lupa de aumento, se empeñaba en llegar hasta el final del relato; la misma que robara libros de tiendas y bibliotecas, y que pidiera prestados algunos para no devolverlos jamás, sin que esto último importe demasiado, a sabiendas de que son libros leídos, libros amados. Llegados a este punto, me confieso, fui un Parsifal empujado a la lectura en ausencia de televisión u otras distracciones. Un Parsifal que vivió en una fortaleza de libros y que hizo de los libros su fortaleza. Con toda la torpeza social que delata al autodidacta salí al mundo cometiendo, quiero pensar, menos desatinos que el Parsifal de Chrétien, y sin olvidarme de llevar conmigo la memoria de las historias leídas y releídas. Aún así esa misma rigidez de autodidacta ha hecho de mi una lectora temerosa de autores nuevos; una lectora desmemoriada que olvida novelas completas a beneficio de otras no mucho mejores; una lectora de medio pelo. A mi favor diré que soy una lectora crédula, con candidez parsifalesca ingreso al relato y desde el primer renglón mi juicio crítico capitula para darle paso a eso, que ahora sé, dan en llamar suspensión de la incredulidad. Este salto al vacío no es para lectores de manuales, sujetos concretos que regatean ladinamente con la fantasía y con los que no me sentaría a desayunar, pues habrán de disculparme, soporto menos la falta de imaginación que la falta de modales en la mesa. La imaginación es un requisito tan indispensable para el lector como lo es la fe para el creyente. Regreso a Parsifal, tras mirarme en su espejo; regreso con la presunción de que los libros habrían liberado su imaginación y entonces sería capaz de escribir sus propios poemas de amor cortés, vencer así la resistencia de las damas, recibir de ellas besos y joyas, hacerlas suyas con las mismas palabras de Chrétien: “Asmath apartó la cortina, yo seguía estando fuera, de pie. Vi una doncella y una lanza traspasó mi corazón y mi mente. Asmath llegó y yo le tendí los faisanes con el alma en llamas. ¡Desgraciado de mi! Desde aquel día un fuego inextinguible me devora” (Chrétien de Troyes, s,f, estr. 361). Y si las palabras bien engarzadas sirven para hacer trastabillar la virtud, sirven también para elevarla, para mostrar lo que hay en nosotros de humano, es la palabra la que nos separa de las bestias a las que con la misma palabra nombramos. En los libros Parsifal o un lector cualquiera, puede encontrar un retrato preciso del carácter del hombre, la expresión de una mente clara o del desvarío. De la sabiduría de la Porcia de Shakespeare a los estúpidos dislates de Ignatius J. Reilly3. La histeria de Madame Bovary; la locura y el fetiche en el cuento “La cabellera” de Guy de Maupassant: “Me estremecí al sentir entre mis manos su tacto acariciador y ligero. Y me quedé con el corazón latiendo de repugnancia y de deseo, de repugnancia como al contacto de los objetos arrastrados en crímenes, de deseo como ante la tentación de algo infame y misterioso. El médico prosiguió encogiéndose de hombros: -La mente del hombre es capaz de cualquier cosa” (Pag. 235). Del conflicto intrapsíquico nos da ejemplo El vizconde demediado (1952) de Italo Calvino, quien cuenta la fantástica desventura de un hombre escindido; su mitad malvada enfrentada a su otra mitad, tan bondadosa que empalaga y que nos hace querer elegir el sabor acre del mal. Esta novela pertenece a una trilogía, en la que se incluye El caballero inexistente, de la cual el propio autor nos dice: “…como en mis dos anteriores novelas fantástico – morales o lírico – filosóficas, o como se las quiera llamar, no me he propuesto ninguna alegoría política, sino tan solo estudiar y representar las condiciones del hombre de hoy, la forma de su alienación, las vías para la consecución de la humanidad total”. Bondad, maldad, juicio y locura y todos los claroscuros que van de uno al otro extremo, caben en un libro. En Hambre, del escritor noruego Knut Hamsun, libro insignia de autores como Thomas Mann, Henry Miller o Paul Auster, leemos la historia un hombre arrojado al delirio y a las alucinaciones por el ayuno que impone la miseria. Un joven y orgulloso escritor cuya voluntad se ve quebrantada y azuzada al mismo tiempo por el demonio del hambre. En este punto podríamos pensar la literatura como un inventario de todo lo que es humano. Dicho esto viene a mi memoria Georges Perec, quien, con precisión de relojero, logró registrar la vida en sus mínimos detalles a través de su novela La vida instrucciones de uso, un rompecabezas de más de 1500 personajes, para los que el autor utilizó un algoritmo matemático que permitió dar coherencia y estructura a una obra monumental y documental. Su lectura, admito, me resultó ardua, un libro cuesta arriba para una mente como la mía, poco entrenada en descubrir los sofisticados andamiajes de la narración. Pero más allá, ¿Son los novelistas quienes más conocen el alma del hombre? Me contó un amigo que en la primera entrevista con su psicoanalista, escéptico y arrogante como es, le preguntó ¿Qué puede mostrarme usted que no pueda encontrar en la literatura? El psicoanalista lo miró con seriedad y le contestó con una mano a la altura del pecho para indicar cierta talla: Mire Freud está aquí, y quizá Lacán, pero-continuó mientras levantaba la mano tanto como la longitud de su brazo lo permitía- a Proust o Dostoievski los encuentra usted aquí. Por mi parte, en espera que los exégetas más fervorosos de Freud no reclamen mi cabeza, me inclino a pensar que su apreciación, aún siendo injusta, no está tan desencaminada. De los libros se disfruta y se aprende. Y de nuevo vuelvo a Parsifal, que tan poco sabía de todo lo existente más allá de la linde del bosque y al que tal vez le habría sobrevenido una epifanía con un tomo de enciclopedia, con un atlas o con una simple receta de cocina. ¿Qué nuevos conocimientos le brindaría un libro? Esas descripciones mediadas por símbolos le habrían dado lo que a mi: un primer mapa del mundo y quienes lo habitan; un lugar desde el que mirar y desde el que trazar, mejor pertrechado, su itinerario de viaje. Imploro hoy que el espíritu ingenuo de Parsifal no me abandone del todo, que siga imantando mi ánimo de curiosidad y que los libros sigan guardando un secreto, el Santo Grial de la dicha entre sus páginas. Notas al pie de página: (1) Dick Sand, personaje principal de la novela de Julio Verne Un capitán de quince años (Un capitaine de quinze ans) publicada en 1878 . (2) Holden Caulfield, personaje de la novela El Guardián en el Centeno (The Catcher in the Rye) del escritor estadounidense J. D. Salinger, publicada en1951. (3) Ignatius J. Reilly, personaje de La conjura de los necios (A confederacy of dunces), novela de John Kennedy Toole, publicada póstumamente en 1980 y ganadora del Pulitzer en 1981. Bibliografía.
http://www.medellindigital.gov.co/Mediateca/repositorio%20de%20recursos/Troyes,%20Chr%C3%A9tien%20De/De_Troyes_Chretien-Historia_De_Perceval_O_El_Cuento_Del_Grial.pdf
0 Comentarios
Deja una respuesta. |