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​Laguna de letras.

"Laguna de letras" es un espacio dentro de nuestra sección cultural "Desviaciones", donde nuestros colaboradores publican escritos breves de carácter literario, de ensayo, de crítica, así como textos de inventiva narrativa o cultural que no encajan en nuestras demás secciones.

Memorias de un encuentro...

9/14/2016

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Por: Uh Otorgo
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Invocar desde la memoria siempre será un revivir imperfecto de la experiencia.

Domingo 24 de mayo de 2015. El cielo nublado de la Ciudad de México nos cobija a mi querido amigo Jaime y a mí, paseamos sobre una de las avenidas más destacadas en una de las colonias más famosas de la porfiriana ciudad. Llegamos a nuestro destino y nos introducimos en la posibilidad, hablar con él, por primera vez. Con Vallejo, con Fernando Vallejo…

Tuvimos la fortuna de charlar con el escritor colombiano Fernando Vallejo, fortuna a nivel profesional, porque platicar con alguien de esa envergadura no es cualquier cosa; fortuna, a nivel personal, porque conocer a uno de tus ideales, alguien a quien has admirado durante algunos años y a alguien que es fuente de inspiración para tu propio trabajo literario es, sin duda, una de las experiencias más gratificantes y felices a la que puede ser sometida un alma humana. Sometido por mi propia voluntad, sometido por mi curiosidad, sometido por mi anhelo y por mi deseo acarreado ya desde hace 5 años que leí el primer título de su autoría, “La puta de babilonia”. Movilizado por el deseo permanente de conocer a quien me había obsequiado tardes y noches de lecturas amenas, donde me reconocía y donde me involucraba, por ése reconocimiento en los personajes (ya hablando de sus novelas propiamente).

Debí ejercer un esfuerzo mental fuerte, en el que tuve que retener en la memoria cada palabra, cada ademán, cada momento, de esta noble experiencia. Desafortunadamente la memoria del hombre siempre estará invadida por sus afectos, por sus prejuicios y por sus idealizaciones de lo acontecido; se recuerda algo que pasó y se recuerda también, en parte, el anhelo de lo que pudo haber pasado pero con un gran monto de cariño y emoción. Pretendo con esto construir un escrito donde, ahora que mi memoria permanece fresca, pueda contener dentro de estas páginas lo que viví ese día, lo que escuché y lo que me llevo para el final de mis días como un día feliz, como un día para celebrar, un día en que un sueño fue cumplido, un día en que dos mentes se encontraron, una receptiva y otra con mucho para brindar, para dar, para ofrecer. Una tarde inolvidable.
 
Domingo, 24 de mayo de 2015.
México, D.F.
Son las cuatro de la tarde, estoy sobre una de las calles más importantes de la colonia Condesa en la ciudad de México, conozco la dirección de mi autor. Permanezco algunos minutos sobre la calle, sufriendo la emoción insaciable de cualquier víspera, el sufrimiento de no saber si dentro de ese lugar encontraré lo que tanto he buscado; así que pasan diez, quince minutos, quizá veinte y entonces, al fin decido tocar el timbre, lo toco y me contesta un acento colombiano que ya he escuchado muchas veces en entrevistas, en videos y que ya tengo interiorizado cuando leo sus novelas.

Me contesta la voz que he querido escuchar en persona durante muchos años, no quiero ahondar mucho en el contenido afectivo porque eso me desviaría de la “verdad histórica”, de los hechos que acontecieron, es importante que mantenga cierta distancia entre lo afectivo y lo sí acaecido; aunque espero comprenda quien me lea que me será difícil llevar a cabo esta labor de manera eficientemente absoluta. Me contesta, le explico la situación, mi deseo, y me dice: en este mismo momento no puedo bajar a abrirte, toca en la planta baja y si está el portero y te abre, adelante.

Ruego para que esté el portero; nunca antes te había interesado tanto que una persona que ni siquiera conoces se encuentre en su lugar de trabajo. Tocamos tímidamente el timbre en el módulo del portero y te contesta una mujer que, bizarramente, casi en una burla al sublime momento que estás viviendo, te dice: estoy en el baño, por favor espéreme, no se vaya.

Esperamos. Temo que la puerta no se abra.

Alrededor de unos cinco minutos aparece la figura de una mujer, humilde, amable, morena de pelo lacio, facciones angulosas, con un vestido de mezclilla y un suéter tejido, color café. Entramos felices y emocionados, Jaime y yo hemos atravesado el único portal, el único obstáculo que nos separa de nuestra misión. Penetramos hasta el ascensor y subimos,  las piernas me temblaban y casi no noté lo viejo del ascensor, lo inseguro que me sentiría en otras circunstancias.

Por fin, cuando el ascensor da ese sonido acampanado que informa del éxito en la llegada al destino, se abren las puertas y ante nosotros se encuentra una puerta roja, una puerta de madera, agrietada, han pasado los años… un siete se impone, como dirección y como décadas transcurridas… A nuestra  izquierda una maceta o algún tipo de escultura de cantera rústica. Tocamos el timbre, envalentonados por el mezcal embriagante de la emoción y escuchamos pasos al otro lado de la puerta, una puerta roja, viva y se abre entonces la puerta. Aparece ante nosotros la figura que tanto he visto en pantallas, que he conocido a través de sus letras, de sus líneas, de la sonoridad de sus palabras y si la emoción de escuchar su voz por el interfón fue grande, la emoción de verlo en persona fue una bofetada de emoción.
 
Cinco años han transcurrido desde que leí por primera vez “La puta de Babilonia”, cinco años han transcurrido desde que me plantee conocerlo, cinco años han trascurrido en los que veía más cercano la hora de su muerte que el momento de conocerlo; no se me culpe y, por favor, no se me enjuicie por lo dicho recién; la diferencia de nuestras edades me aterraba, el flujo libre y constante de la vida que no se detiene me angustiaba, el mismo flujo que lo acercaba a él más al momento de morir y a mí más a una vejez sin un sueño realizado. Era difícil en mi provincia imaginarme llegar hasta ese lugar: la puerta de Fernando Vallejo.

De entre sus piernas sale una perrita color café, un café vivo, un café limpio; una perrita de tamaño mediano, alegre, juguetona; la acaricias como fantaseando que eso te dará puntos a la vista el escritor, que con eso generarás más simpatía, lo miras y abres con una frase impersonal: maestro, qué gusto conocerlo, estoy muy feliz. Ni siquiera me he acordado de decir mi nombre, será demasiado tarde para cuando me des cuenta y se lo diga: casi al final de la tarde. Nos saluda a Jaime y a mí: pasen, pasen. Entramos, es la misma casa que ya has visto en  entrevistas, reconoces el tapiz de los muros y las pinturas, el estilo.

Déjame, nada más apagar esto. Se sienta frente a un escritorio y a mi lado derecho está él y su computadora. La máquina donde mi genio de la literatura teclea las suaves, las sonoras, las duras, las vehementes, las vivas frases, los vivos textos que llegan a mi corazón a través de  la vista a través del papel, ahí está el lugar, el epicentro mismo del terremoto literario que compone su obra y… ahí está él.

Nos ofrece té, yo feliz acepto, Jaime por su lado pide agua simple. Me indica una habitación, es una suerte de estudio,  veo brevemente sus libros (pensaba  que podría sacar buenas sugerencias literarias, pero el tiempo es corto y no consigues ver mucho), un hermoso escritorio de madera antiguo, una pintura, galardones, un clóset.

¡Un closet! Se asoman camisas, camisas de algodón, camisas con colores pastel, que te recuerdan que estás frente a un hombre, camisas que te recuerdan que el momento está ocurriendo, que no es un sueño que estás frente a un ser humano como cualquier otro que viste y calza que decide qué color ponerse, que se enfrenta a la disyuntiva de qué color combina más.

Pasan algunos minutos, regresa con dos tazas y un vaso de agua, sostenidos en una pequeña charola; entre nosotros se encuentra la perrita que alegre me recibió como a un viejo amigo; personaje central de la experiencia, juguetona, hermosa, como es ella. Juego con ella, un rato y justo me dice su nombre Brusca, se llama brusca. Comentamos lo bien que le queda el nombre y ahí estoy, conversando trivialidades como si el tiempo no pasara y como si el momento no fuera a terminar.

Abre con una noticia: acaba de terminar su última novela, próxima a publicarse. [Después sabré que era “¡Llegaron!”, la compraré en su momento feliz por haber sabido detalles de ella meses antes de su aparición.] Sentí el impulso de preguntar más, fantasee con la idea de  que me enseñara el manuscrito; pero recuerdo la suerte que he tenido y lo invasivo que sería aquello, decidí no arriesgarme.

“¿Qué estás estudiando?”

Le contesto que me estoy formando psicoanalista, le comento que llevo una clase de literatura para la que estoy escribiendo un ensayo sobre su obra. Responde a esto hablando del poco psicoanálisis que se hace ahora, mucho en Argentina y en España, no tanto en Colombia, pero sí; y entonces me habla de una novela que comenzó más no terminó sobre un médico psiquiatra en Polanco, aquí mismo en el Distrito Federal, una novela que me dice sería irónica, cómica; llevaría por nombre “Memorias del doctor Flores Tapia”. ¡Qué habría sido…!

No me deja tan en la incertidumbre y me dice que al menos el primer capítulo está publicado en la revista de “El Malpensante”.

Comenzamos a charlar.
La primera pregunta surge sola: ¿Lleva mucho con Brusca?

A esta la adopté hace poquito, unos seis siete meses, está chiquita, ha de tener un año o un año y medio; las otras dos se me murieron, es horrible cuando se te mueren.

Notas ahora el semblante de un hombre que ha perdido dos amigas, que ha perdido dos partes valiosas de su vida, te encuentras ante una figura legendaria; por fin miras esos ojos, escuchas el dolor, lo sientes. Estás ante el hombre defensor acérrimo de los animales. Es horrible que se te mueran.

Hablé luego de mi clase de literatura, le dije que había propuesto “El desbarrancadero” para la clase y que no fue elegido, podría ser incluso que se pensara que su lugar lo ocupó el libro “El mundo de afuera” de Jorge Franco, un buen libro, un libro bueno a secas, estructuralmente bueno a secas, solo “a secas”.

Este libro, “El mundo de afuera”, trata sobre la historia verídica de Diego Echavarría, de su esposa y de su hija. Fernando, reconoce los personajes, me habla de Diego, de su hija, Isolda, (a quienes él mismo vio), me habló de Benedicta (de Dita). Surge ante esto una maravillosa oportunidad, ha de decir: A ellos los tengo en la libreta de los muertos. Saca la libreta de los muertos de uno de los cajones de su escritorio.

La libreta de los muertos, la famosa libreta de los muertos, la que creía un invento de la imaginación, un elemento literario más, existe, existe y he estado en presencia de ese objeto idílico, la libreta de los muertos de mi novela favorita “El don de la vida”.

Veo la experiencia en sus ojos, escucho las memorias de un hombre que ha conocido grandes personajes. Le digo mis opiniones sobre la obra de Franco y me pregunta: ¿Está escrita en tercera persona? Le contesto afirmativamente, y él me explica que ya no hay razón para que haya o siga habiendo la voz de la tercera persona en las narraciones, casi la anuncia como una imbecilidad (el adjetivo lo he puesto yo) es una voz literaria, a su vista, que ya no tiene razón de ser por la imposibilidad que representa; hay dos tipos de tercera persona, comenta, una en la que el narrador es omnisciente y omnipresente, puede entrar en la mente de los personajes, sabe lo que ocurre en cada momento, sabe lo que piensan y conoce todo cuanto quieren decir y dicen; y otra en la que la voz narrativa es como una película, en la que no sabe o no se mete en la mente de los personajes pero sigue estando omnipresente sigue sabiendo todo lo que ocurre en todo momento; rechaza una vez más este tipo de escritura.

¿Por qué entonces en primera persona? Porque así es como se vive. Es una voz más honesta, es una voz más plausible; nadie puede meterse en la mente de otra persona, eso es imposible. La tercera persona es una voz que tuvo su auge con las novelas del siglo XIX, tuvo su momento pero ya ha pasado, igual que el cine. El cine es un lenguaje hipervalorado en el siglo XX pero que ya no tiene razón de ser, y mira que yo estudié cine, me fui a Roma a estudiar cine cuando tenía unos veintiséis años.

Seguimos charlando y me aventuro a cuestionarlo sobre lo limitado que resulta entonces la voz de la primera persona [pregunta estúpida ahora que lo pienso, una voz literaria enmarca, sí, la obra pero jamás la limita al menos no en los términos en que planteé la pregunta] en el sentido de la infinitud de posibilidades a la que se presta más la tercera persona.

Es que si yo escribiera un libro en tercera persona, ¡estaría sacando un libro cada mes!, inventando personajes, situaciones y cosas, eso lo puede hacer cualquiera, es muy fácil, es muy sencillo, es un género que desprecio. Pero escribir en primera persona implica un esfuerzo mayor en la escritura.

Escuchando esto me sentí miserable, cómicamente claro está, ni siquiera en tercera persona he conseguido terminar mi primer novela, me avergoncé de estar frente a él en secreto e intenté que en mi mirada no se deje ver esto, no he pasado de algunos cuentecitos en primera persona y algún que otro ensayo breve. Al mismo tiempo sentí la energía que me imprime saber que estaba frente a un genio que menosprecia lo que para muchos son cuestiones difíciles de emprender, más aún de concluir exitosamente.

Hablamos un poco más de la tercera persona. A la gente le conviene la tercera persona, porque la tercera persona se presta para tomos gruesos, para tomos grandes y las personas que buscan en la literatura una evasión del mundo real, buscan libros grandes gruesos, que les proporcionen unos veinte días o un mes de escape, a través de ese libro. La primera persona se presta más para libro corto, deja a entender.

Me acude una pregunta: ¿Para quién escribe?

La puta de babilonia, mis libros de física y de biología, los he escrito para la humanidad, esos sí que los traduzcan; mis novelas para la lengua española.

Me embarga una emoción penetrante, mis oídos han sido emancipados con esas palabras, la fuente fue directa. Lo sigo escuchando hablar, sobre sus novelas, del por qué no pueden ser traducidas del todo exitosamente a otros idiomas. Escucho aún el legado, escucho el origen de ese legado y la intención detrás de él, me conmueve e incluso me incluyo fantasiosamente en eso sintiendo gratitud, como si el legado fuera solo para mi. Lo es, en ese momento lo es.

Le pregunto si existe alguna novela a la que le tenga un especial afecto o un especial cariño; lo niega. Todas me entretuvieron en su momento, todas me son iguales, todas las valoro por igual.

Escribo para molestar, también.

Hago alusión a que en varios de sus libros mientras pasas la vista sobre el papel y la tinta y tus ojos van descifrando las frases, los párrafos te vas deleitando con una especie de sonoridad impecable, deliciosa. ¡Ah sí! Se llama sonoridad verbal, la sonoridad verbal es imprescindible, las frases tienen que tener sonoridad; hablé de eso en el Logoi, en mi tratado de lenguaje literario.

¿Hay cosas de su vida personal en sus libros?

Sonríe, levanta las cejas y apunta las palmas de las manos hacia el cielo…

[Hasta aquí quiero compartir, lo demás lo guardo para mí, el egoísmo y la astucia de quien guarda un tesoro para sí. Travesura.]

Lo demás es mío, no tiene por qué interesarles. Planteé aquí algunas cuestiones que podrían resultar interesantes para cualquiera, me alegra reproducir en papel este encuentro, para invocarlo después, aunque en estos fragmentos. Que la fantasía no se extienda en mi memoria, ojalá fuera posible y que siempre conserve este recuerdo.
​
Ha sido como respirar el más puro de los aires, el aire de la bienaventuranza intelectual. 

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