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​Laguna de letras.

"Laguna de letras" es un espacio dentro de nuestra sección cultural "Desviaciones", donde nuestros colaboradores publican escritos breves de carácter literario, de ensayo, de crítica, así como textos de inventiva narrativa o cultural que no encajan en nuestras demás secciones.

"Una astilla en la vida."

9/4/2016

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Autor: Uh Otorgo.
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De las sombras y de los despojos de los hombres y mujeres que veía día tras día en el metro, una pequeña luz se abría camino entre las multitudes de indiferentes adultos…
“Sopitas” fue, alguna vez, una niña de 5 años.

Rubia, aunque morena por la suciedad de su miseria, se acercaba dando papelitos de colores con una leyenda que rezaba “Ayúdame para comer, grasias.” La frase hablaba por sí misma: la ausencia del alimento en el día, la permanente cortesía del analfabeta… Supe que se llamaba “Sopitas”, o así le decían, porque su madre la llamó así varias veces. Me sorprendía que siendo tan temprano, seis de la mañana, Sopitas estuviera tan despierta, quizás, sería el hambre…

Como fuere, Sopitas siguió siendo un retrato en el paisaje de mis mañanas camino al trabajo; cada día invencible se aproximaba a nosotros, se abría paso como podía y pedía, pedía, pedía… Como si pedir fuera una cosa sencilla, mis compañeros de vagón y yo la despreciábamos; algunos ni siquiera le regresábamos la suplicante mirada. Tuve la fantasía de obsequiarle una moneda alguna vez, quizá incluso algún almuerzo, pero el peligro de entrar en contacto con sus asquerosas y mugrientas manos no me permitía tomar el riesgo: una fantasía mayor, la de mi pulcritud. Como si estuviera más limpio yo por haberme duchado ese día o como si las cremas de supermercado le dieran a mis manos un estatus diferente a las de Sopitas…

Aún recuerdo aquella imagen: Sopitas descubre a un bebé sentado en el regazo de su madre, le sonríe (como si su vida fuera para sonreír) y hace un ademán de acariciar al niño, antes de que se logre el ademán, la madre del bebé avienta a Sopitas a quede fuera del alcance del bebé; como si no hubiera pasado nada, Sopitas le sonrío a la mujer y siguió paseando por el vagón con su austero vaso de plástico, elaborado con los restos de una botella de refresco partida a la mitad…

Todos los días durante diez años Sopitas fue una compañera asidua por las mañanas… Hasta que un día desapareció, no volvió por ahí. La olvidé fácilmente, como se olvida el rostro de los oficiales de los torniquetes, o como olvidamos a la señora de la limpieza de la casa de nuestros padres… Otros pasaron a tomar su lugar, aunque nadie tan encantador como Sopitas. Si Sopitas viera a estos niños repletos de pulgas, con cara de podredumbre y de lástima de sí, seguro le resultarían vergonzosos. Sopitas les enseñaría a ser pícaros y sonrientes, a agradecer con amabilidad las desquiciadas torpezas y groserías de sus inhumanos benefactores y a bendecir las negativas a sus peticiones… Sopitas nunca volvió…

Algún día, no lejano, pasando por la calzada de Tlalpan dirigiéndome en mi Toyota Prius a la casa de una querida amiga en Coyoacán, me tomó por sorpresa un alto. Revisé mi celular mientras aguardaba el siga, esperando, deseando continuar mi camino. Giré hacia la derecha a donde había una parda de autobús y ahí volví a ver a Sopitas, ya una señorita, alta y delgada, igual de sucia pero no por mugre sino por maquillaje barato, simulaba su cabello lo que debería ser un corte atractivo y su color ya no era castaño, sino del rojo más vergonzoso… Sopitas era una prostituta… Me avergoncé y volví la vista al frente, ella me miró de nuevo y cruzamos miradas, por un momento sentí que me reconoció, el infeliz que día a día miraba su miseria en una muda antipatía y con unos ojos de lástima y de falsa compasión… me sentí acorralado por el peso de la culpa, la culpa de la omisión, que pesa más que el de la acción, miré mis manos y las percibí más podridas que las del cadáver más horrendo en la fosa común más indigna, en mis manos había una astilla, una astilla clavada en la vida… Arranqué. 

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