Por: Hugo Toro. Es profundamente difícil conciliar dos discursos tan abismalmente alejados uno del otro como los del psicoanálisis y la religión cristiana. Los planteamientos y posicionamientos de ambos han surgido de contemplaciones del hombre distintas, en momentos históricos precisos y con motivaciones propias. No pretendo exponer aquí lo que en su esencia es un problema que llevaría varios tomos para poder abarcarlo en una medianía aceptable; sino únicamente plantear un problema que concierne a la clínica y es la superstición y utilización chamánica de Dios. Constantemente en las iglesias se toma en consideración a Dios antes que al profesional de la salud mental, lo que en muchos casos funciona (ya sea por sugestión, inspiración o por auténtica revelación divina). pero en otros casos desemboca en sintomatologías cada vez más severas, pues nadie podrá discutir que ahí donde se oculta la basura bajo el tapete se pisa temerosamente el suelo. La doctrina cristiana es clara y luego del Concilio Vaticano II da su lugar a las disciplinas dedicadas a la salud mental, y aunque la vida y relaciones entre el catolicismo y el psicoanálisis han sido torpes y de mutua exclusión, la posición de respeto e inclusión mutuas deben predominar para lograr una equilibrada coexistencia, al menos en lo que una u otra realidad dejen de existir como las conocemos ahora. Sabemos de antemano que la noción de inconsciente subvierte mucho de lo que el cristiano corriente da por hecho y es el libre albedrío dado por Dios, del cual no se escapa y al cual se remite en sus peticiones, pero del que huye toda vez que la toma de responsabilidad por lo propio se le presenta cercana. Pensemos así, que si bien la naturaleza (sea su causa primera un demiurgo o el devenir insondable de la naturaleza viva) ha dado al hombre cualidades volitivas conscientes, la cultura ha estropeado la unidad del hombre para fracturarlo en una división permanente y de la que nunca más podrá escapar, la religión forma parte de esta división por grácil e irónica que pueda parecer la idea, y esta división es la que coloca al inconsciente en su sitio, el hombre no sólo actúa por voluntad consciente y ahí donde tiene la ilusión de que lo hace es por propio pie, se le escapa como una débil fuga de gas tóxico aquello que lo hace tropezar incluso cuando de rodillas frente a la virgen “se jura”. En fin, es común escuchar una apelación a la naturaleza omnipotente de Dios para dar a entender que las afecciones psicológicas como las obsesiones, las perversiones, etc., serán sanadas vía la oración permanente. Lo que no contempla esta superflua consideración es que si bien Dios puede todo, no significa que todo lo quiera; y para profundizar, si Dios quiere, no significaría tampoco que quiera ser siempre el medio aunque sí pueda ser la causa primera, aunque la neurosis pudiera plantearle al sujeto la idea de que el “Padre” mueve los hilos de todo para su bienestar (que en realidad es una idea apoyada en el temor del no-control del sujeto sobre la inmensidad de su vida y su mente); podría el creyente aventurarse a algo más cercano a su doctrina, que es pensar que Dios ha echado a andar un universo que ya opera bajo sus propios regímenes, no bajo las voluntades alteradas de Dios, quien en ese caso sería un niño con una lupa; la sabiduría máxima y potencial de Dios se expresa más en la perfección absoluta de aquello que ha echado a andar y que funciona desde su propia naturaleza (que Él le habría dado) y sobre la que interviene no a capricho sino a respeto de aquello que en su omnisapiencia ya sabría cómo modificar respetando las leyes que él mismo ha dado a su creación. Como quiera que fuese, no se confunda mi lector laico o abiertamente ateo, no es esto una clase de catecismo, es una invitación a separar. La salud mental implica una responsabilidad por uno mismo, no una superficial “responsabilidad” que por lo fácil pide al todo poderoso, y por lo difícil rehúsa aquello que es efecto de la causa primera. Sólo alguien mentalmente insano, en condiciones de salir bien librado, se negaría a la atención médica para la extracción de un tumor maligno; ¿Por qué habría de ser diferente para la salud mental?. Aprovecho para aclarar que cuando hablo de salud mental no me refiero a una higiene mental, la mente pocas veces está limpia y siempre está fracturada y manchada por el conflicto, la salud estará en el sujeto que se enfrenta a eso y lo retoma creativamente, para sí mismo y para otros. El caso es que se apertura una constante de malestar, cuando el sujeto acude al altar para pedir la resolución de algo que en su esencia es psicológico se aventura en una empresa que puede funcionar (por su propia estructura que encuentra en el acto la definición y resolución de su conflicto), pero también puede salir terriblemente. Sabemos bien que ahí donde la religión se apropia de lo que no le es propio los resultados son funestos. Si lo que se busca es la ayuda de Dios que se la busque mediante aquello de lo que es causa primera; sólo un psicótico se atendería únicamente con oraciones de un SIDA o de un cáncer terminal. Suponer un “sí” a la petición y al medio de satisfacción de nuestra petición, no es más que un residuo de un narcisismo patológico que aleja al sujeto de sus propias causas y circunstancias. Pensar, siempre es más difícil que dar por hecho, ahí donde la creencia se impone se sofoca el sentido de proceso de pensamiento y profundización.
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El aroma en Sachsenhausen: reflexiones sobre la sensibilidad a la crueldad en la posmodernidad.5/5/2017 Por: Hugo Toro. Hace un par de meses tuve el privilegio de visitar el campo de concentración de Sachsenhausen, Oranienburg; estar en un lugar así, aún cuando no se trata de uno de los grandes campos de Birkenau es una experiencia abrumadora, el dolor en las paredes aún es palpable, la falsa promesa que abría los portales de aquella máquina de asesinatos sigue generando una repulsión vomitiva, provocada por la realización (30,000 veces repetida) de un destino anticipado con la burlona frase de bienvenida: Arbeit Macht Frei (El trabajo los hará libres). Libertad que nunca llegaba por más trabajo que los prisioneros hicieran y que arropaba a la gente en la oscuridad de la podredumbre humana, la única. Si el sentido del universo es el orden, éste se fracturó definitivamente en los campos de concentración. Atravesar las áreas donde estaban los barracones y respirar el frío y silencioso aire de aquellos que aún se encuentran en pie confronta con un aliento de muerte, que luego de más de sesenta años permanece. Murales pintados por los prisioneros en la cocina del campo, alegres patatas que se bañan unas a otras, coles que alegremente se colocan toallas al salir de la bañera; alegrías penosas, pues sus autores se encontraban ahí para la muerte. ¿Era judío, homosexual, testigo de Jehová, gitano, preso político? ¿Quiénes eran? ¿Quiénes les lloraban? ¿Cuántas noches lloraron de desesperación antes de morir? ¿Cuántas heridas coleccionaron durante su estadía? El campo, ahora un memorial-museo, está desarrollado con un gusto exquisito, que casi incomoda pero que uno agradece. No se lucen uniformes, más que unos cuantos de los prisioneros y tan sólo uno de los SA del partido nacionalsocialista. Se relata la historia como se debe, sin triunfalismos (al menos en la parte no influida por los soviéticos) y sin exageraciones. Fotografías, historias, artículos personales, tanto de prisioneros como de soldados nos recuerdan que fueron reales, que se trataba de personas y estimula a la fantasía de que la propia navaja de afeitar bien podría encontrarse ahí, con todas las historias que hay detrás de una simple navaja de afeitar. El dolor consume en un lugar como este y está bien que así sea; sentir los fríos muros, los pisos y afuera de los edificios las ventiscas heladas que aún con una buena chaqueta permean en el cuerpo erizando el alma y cortando la piel, todo nos recuerda el sufrimiento y con ello que el extremismo es peligroso y de que ahí lo humano se consume y acelera la patética degradación. Ante todo esto, de lo que sólo pronuncio un esbozo, pues cosas deben quedar en la intimidad de la experiencia, me encontré con un espectáculo particularmente horrendo, casi tan nauseabundo como la propaganda nazi expuesta ahí: el recinto se ha vuelto un lugar de chacoteo, deja de ser un memorial para convertirse en el escenario perfecto para presunciones futuras y fotografías venideras. Las selfies no se dejan esperar, con los uniformes de los prisioneros, en los baños, jóvenes que se acomodan en las letrinas para realizar una toma “graciosa”, los caminos se pervierten y se pisan áreas que están destinadas a servir de honrosa memoria. El memorial ha dejado de serlo para convertirse en un simple tablón con un escenario pintado y dos agujeros para que uno meta la cabeza dentro y tomen la foto. Finalmente un lugar es lo que hacen de él sus visitantes. En Sachsenhausen no hay souvenirs, gracias a Dios, pero no faltó la turista española que insistente preguntó por ellos; hay libros, empolvados y nuevos en las estanterías, pues el turista actual busca presunciones, se place en el ilusorio campo de lo imaginario. La imagen prevalece sobre la experiencia y el pensamiento, aquello que podría dar pie a la reflexión de los miles de turistas que acuden por año al Campo se vuelve tan sólo una árida fotografía en selfie de un par de jóvenes que no comprende la magnitud de lo que ahí ocurrió. Ante ello el pronóstico es adverso, queda claro por qué la derecha ignorante está tomando las curules y las sillas presidenciales en Europa y en el mundo; la reflexión por los extremos se cae a pedazos cuando lo valioso es perpetuar la imagen de goce permanente de los sujetos. La línea de vergüenza ética se ha desdibujado con los objetivos posmodernos de lucimiento personal, el aire de Sachsenhausen vuelve a tener aroma de podredumbre humana… |