Por: Hugo Toro Es importante reconocer, sin menor asomo de sorpresa, la constancia con la que las “barbaridades clínicas” se escuchan en nuestros días. Analistas jóvenes, analistas en formación e incluso analistas con reconocidas y longevas carreras son ubicados como agentes de conductas y actitudes extrañas y, por lo demás, estrafalarias, que convierten el consultorio en una suerte de escenario teatral, donde el analizante queda reducido a ser un personaje del libreto inconsciente del analista. Analistas que se duermen, analistas que clausuran sesiones apenas comenzadas, analistas que cancelan, cambian las horas, analistas que sostienen vínculos de amistad con sus “analizantes”, analistas que estropean la sesión con intervenciones excedidas y abundantes, analistas que más que analizar inhabilitan la acción analítica. Por lo demás, todos estamos entregados a la imperfección humana, que nos inunda y nos permea de angustias que debemos resolver con lo que nuestra propia mente nos permita. La humildad se alcanza cuando reconocemos que nuestras fuerzas son pobres, nuestras debilidades innumerables e incluso, cuando se reconoce el inconsciente, qué mayor incitador de la humildad que el reconocernos ajenos a nosotros, reconocer el enorme océano de oscuridad que embarga nuestra mente y nos hace caminar con cautela hacia los propios atolladeros, para lograr la ruta que mejor nos convenga desde el conocimiento aspiracional de nuestra propia mente. Sin embargo, la humildad no tiene destinado un lugar en estos analistas que lejos de comprender con profundidad y encono sus propias limitaciones e incorrecciones reaccionan con presteza a las indicaciones críticas o cuestionadoras para refugiarse no en la teoría sino en la “fama”, en la reputación de los notables analistas; escuchamos con frecuencia justificaciones baladí como “Lacan hacía cosas peores”, “así lo haría Klein”, “así lo hizo Winnicott con x paciente”, las identificaciones narcisistas e infantiles permean en las prácticas clínicas de estas personas constituyendo una afrenta para el propio proceso que se enmarca en las fantasías del analista y no del analizante, el ritmo está dado por las fantasías de un analista que imprime a la sesión sus propias intenciones y motivaciones, no para pensar al paciente sino para destacarse personaje central de la diada analista-analizante. En vez de desdibujar su figura, abrir el panel para el depósito de las fantasías y contenidos inconscientes, el analista se vuelve más presente se edifica así mismo fortaleciendo lo más inauténtico del yo. Por supuesto, las implicaciones clínicas son graves pues destruyen el devenir del análisis. Aunque es evidente que el analista nunca desaparece del todo y aunque todos aceptamos (Dios quiera) que el conflicto inconsciente del analista juega un papel central en la terapia, darle a ese conflicto una apertura tan evidente e incuestionada supone un riesgo, pues incluso la “conducta analítica” más “buena” debe ser cuestionada, ese es el germen del proceso analítico y representa el centro mismo de las constelaciones analíticas, si el analista se presenta como una roca permanente e inamovible tendremos por cierto que el análisis devendrá un adoctrinamiento, como seguramente lo fue para ese analista el estudio de la teoría concebida en su mente como la transmisión de un catecismo indudable que además lo arropa para cometer cualquier clase de barbaridades: ha nacido el lacaniano errante.
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Julio 2023
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