POR: HUGO TORO En lo sucesivo habremos de plantear brevemente algunos elementos que conforman la interpretación analítica, de tal suerte que este breve artículo no es más que una forma de poner en el ojo crítico algunas desavenencias de la práctica interpretativa del analista. Desde las tradiciones que narran las aventuras de seres extraordinarios como los magos y hechiceros hasta las más elaboradas teorías sobre el hombre, el lenguaje ha sido el campo fundamental en el que pueden entrar en contacto dos sujetos como tales. Si siguiéramos con la mitología de los hechiceros tendríamos que decir que no se puede pensar en un mago que agite su varita sin articular su hechizo o su conjuro, de modo mental o verbalmente, mediante el lenguaje. Así pues, no hay hechicero sin hechizo, ni analista sin palabra (sea la suya o la del analizante); ambos, se encuentran ubicados bajo el cobijo, o quizás el yugo, del lenguaje. Si la famosa “talking cure” tuvo algo de novedoso fue que dejó bien demostrado que el contenido psíquico inconsciente se abría camino a través del lenguaje y que en los tropiezos y escollos de este es donde el analista podía ir develando poco a poco la significación de los síntomas, articulados como un símbolo de un contenido pulsional que deseaba hacerse conocer. El inconsciente siempre desea hacerse oír. Por lo tanto, el campo en el que se articula todo psicoanálisis, auténtico, es sin duda, el lenguaje; partiendo del discurso del analizante que se somete a una regla fundamental de decir todo aquello que acuda a su mente, estando ese contenido ya bajo los límites del lenguaje, sin tomar reservas y bajo la consigna de que todo quedará bajo el amparo de una discreción incondicional por parte del analista. Sin embargo, la comunicación no se atribuye solo al analizante (concepto que debemos respetar y promover, a fin de acentuar el carácter no pasivo de quien se somete a análisis), el analista tiene su momento en la interpretación, momento más reconocido popularmente (aunque exista también la puntualización, por ejemplo). Es pues, la interpretación a lo que me habré de enfocar, sosteniendo algunos puntos que considero esenciales para todo analista que se aventure en la afanosa tarea de realizar una interpretación. Primero, ¿Por qué es aventurado efectuar una interpretación?, en primera porque el campo del lenguaje en el que se articula nuestra práctica es el del inconsciente; de modo tal que lo que se emite en el mensaje por parte del emisor, no es necesariamente lo que el emisor quiere decir y muchas veces será aquello que no quiere decir; sobra decir que “analistas” poco analizados incurrirán en sus interpretaciones a dejarse arrastrar por la corriente de su propio inconsciente, imprimiendo en sus interpretaciones contenidos que les son propios y muy ajenos al sujeto analizante, dejándose envolver en el campo de lo imaginario que en nada ayuda y en mucho perpetúa la sensación de completud del Otro, que nos sabe. El caso es que el modelo de comunicación estándar: emisor, mensaje, receptor; se configura de manera distinta en el psicoanálisis, porque el mensaje que elabora y lanza el emisor le viene dado no por sí mismo, sino por el receptor, quiero decir, por su interlocutor, es a partir del Otro que el emisor articula lo que ha de decir y no desde un lugar imaginario del Yo, es esto lo que Freud descubrió en términos de la transferencia y que Lacan profundizó en su momento durante su seminario XI (“Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”). Es así, que toda interpretación en este sentido de comprensión es una aventura en la que, parafraseando a Lacan, el analista sabrá qué es lo que ha dicho pero jamás lo que el otro ha escuchado; debemos asumir que todas las interpretaciones planteadas en la forma imperativa y categórica, pierden su sentido, en tanto se le plantean a un sujeto del inconsciente; siendo así aseverar cuestiones sobre lo que el paciente “siente”, “percibe” o de la naturaleza de los fenómenos de su psique, constituye un error técnico en dos sentidos claros, el primero de ellos es que el sujeto debe determinarse en la comprensión que realice de sí mismo, el segundo, que el analista debe evitar erigirse en aquel lugar que se le ofrece por parte del analizante de Sujeto Supuesto Saber; el tipo de interpretaciones que conllevan afirmaciones supone que el analista “sabe” al analizante, volviéndolo así analizado, término poco beneficioso para un auténtico análisis, pues constituye una deformación del sujeto en sujeto pasivo del discurso de uno. Podemos concluir de lo anterior que la interpretación no puede ser categórica, debe quedar abierta para que los múltiples elementos de la cadena significante la incorporen y vayan elaborándola de las más diversas maneras en función del sujeto, permitiendo así múltiples significados; la interpretación debería plantearse en un sentido amplio que permita que el sujeto la tome en posibilidad de asumirla en la infinitud de posibilidades psíquicas que su propia subjetividad le permita. De otro modo, la interpretación sería usada desde una estratagema que al analizante le será ajena, pues le viene del analista, y que de incorporar supondría una forma de “arreglo” del analizante a la idea que tiene el analista que debe ser (imaginario especulativo) o que incluso el propio analizante tiene de sí. Sabemos claramente que el análisis no se trata de devenir en “normalidades” que en todo caso no son más que superficialidades que no tocan por completo el reconocimiento del propio fantasma. Segundo, ¿qué implica responder a la demanda de interpretar?; si el analista se somete a un ritmo de trabajo en el que necesariamente deba responder al discurso del analizante por medio de una interpretación se articulan varias transgresiones a la naturaleza misma del psicoanálisis. La primera es que desde Freud sabemos que no debemos responder a las demandas con gratificaciones directas, mucho menos cuando se trata de la operatividad propia del análisis. Si el analista responde de inmediato a la demanda, deja de lado la pregunta por el deseo auténtico que encubre esa articulación en la demanda; la exigencia, construida como una demanda, de interpretación también debe suponer un deseo en el trasfondo del análisis y que se plantea de un modo peligroso cuando el analista acepta ese lugar de “benefactor” que piensa al que se debe pensar así mismo. El otro peligro que implica responder efectivamente en todo momento a la demanda de interpretar es que, como he mencionado anteriormente, el analista usurpa el lugar del Otro, del que debe desentenderse en todo momento; si el Otro debe ubicarse en el propio inconsciente del analizante, cuando el analista se articula como aquel oráculo de las interpretaciones infinitas se coloca en el lugar de Otro, que debe rehusar a ocupar, suponiendo así una perpetuación de la relación imaginaria que impone el Sujeto Supuesto Saber, manteniéndolo con vida cuando el análisis debería ser una “quimioterapia” que lentamente vaya mermando el paso y desarrollo de ese elemento. Ya ubicado en ese lugar de Otro, la línea divisoria entre interpretación y pedagogía es muy delgada, pues la naturaleza de la interpretación que se hace desde ese lugar supone un saber que le es dado al sujeto en una forma de “aprendizaje de sí mismo”, el maestro analista, que se regodea del reconocimiento de las interpretaciones que le son corroboradas por el propio analizante; como si una interpretación pudiera venir a “validarse” como se valida un conocimiento transmitido. Finalmente, la articulación de la interpretación implica un lugar del analista; el tipo de interpretaciones del que venimos hablando, aquellas en las que el analista se ubica en el lugar del Otro, y que se realizan en una suerte de oráculo que con el poder de la cartomancia o de la lectura de huesos le revelan al sujeto las realidades de su psique, no son más que formas elaboradas y por demás camufladas de transgresión a la regla de abstinencia. Desde el planteamiento común del “yo pienso que lo que tú estás diciendo significa que…” o “mira, yo creo que lo que te pasa es que…”, etc. No hacen más introducir la subjetividad del analista en un lugar en que el despliegue de la subjetividad le corresponde al analizante; cuando el analista se plantea en el lugar de un “yo pienso”, “yo creo”, “yo opino”, se perturba la abstinencia deseada del analista; desde un “yo” que se está declarando en un campo que le debería ser ajeno, y que además se está declarando operatorio en un sistema de relación en que debería ser el propio analizante quien se opera; un “yo” que se planta desde el lugar de una interpretación irrebatible, supone la configuración de un dicho que desentona con la abstinencia, pues es dado desde el lugar del analista como sujeto y no desde el discurso del analizante, promoviendo una respuesta que muchas veces tiene que ver con un vínculo especular en que el analizante desea cumplir o caber dentro de los límites de la interpretación que le es brindada. Convendría recordar a estos analistas su función y que la actividad le corresponde al analizante y no a ellos, quienes con este tipo de formación y práctica no hacen más que vincular dependientemente al analizante con el analista, en una obra que estructura el saber de uno a partir de un otro que previamente nos sabe y sin el cual no podemos llegar al saber de nosotros. Peligro. De las consideraciones que suponen que en todo hay transferencia, debemos recordar que en todo caso quien define la articulación del discurso y sus implicaciones sigue siendo el analizante y no el analista, siguiendo con nuestras ideas anteriores; por lo tanto habrá intenciones o motivaciones inconscientes en segmentos del discurso y en otros habrá “palabra vacía”, debemos tener en claro que para que algo tenga algún valor debe estar en comparación con aquello que no lo tiene; remitámonos a Freud que en muchas ocasiones deja de lado elementos del discurso del paciente, tomándolos como tomadura de pelo, el sueño de la carnicera podría ser un ejemplo claro de ello. Recuerdo con gracia a este respecto una frase de una película infantil, en que uno de los protagonistas decía: “decir que todos somos especiales es otra forma de decir que nadie lo es.” Podíamos seguir este principio respecto al discurso del analizante, para prestar atención a los nódulos del discurso que se articulan en un lugar específico del inconsciente, como he dicho, aquel punto en el que el discurso se fractura y que Freud descubrió brillantemente en los lapsus. Deseo cerrar este breve artículo, que no representa una revisión exhaustiva del tema, pero que sí pone sobre la mesa una serie de puntos a consideración, con una especie de delimitación de la naturaleza de la interpretación en psicoanálisis. Concluimos pues, que la interpretación debe ser articulada de tal suerte que permita que el analizante la retome desde diversos ángulos, es decir, que tenga por naturaleza ser polivalente, jamás categórica. La interpretación debe surgir del discurso del paciente y no de las especulaciones mentales del analista, por lo tanto ha ser planteada dejando lo más posible de lado la subjetividad del analista, ya sea en la propia elaboración enunciativa de la interpretación, como en su contenido, permitiéndole al analizante tomarla y darle la forma y significación que pueda en ése momento. Siguiendo estos principios la interpretación analítica no es tanto la que es aceptada unívocamente por el paciente o aquella que destaca con claridad la naturaleza de un fenómeno psíquico del analizante, sino aquella que estimula el desarrollo o continuación de la cadena significante y por lo tanto del trabajo analítico. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS: Fink, Bruce. (2013), “Introducción clínica al psicoanálisis lacaniano”, Ed. Gedisa: Barcelona, España.
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Noviembre 2024
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