Por: Hugo Toro. Aunque suelo poco, o nunca, comentar anécdotas mías por considerarlas muchas veces inoportunas y otras tantas aburridas, esta vez considero prudente sujetarme de una para tratar un par de aspectos de la práctica analítica que me precipitan especial interés. Hace ya algún tiempo, me encontraba leyendo un texto de Silvia Bleichmar[1] en una de las bancas de una de las tantas estaciones del metrobús esperando mi ruta, apasiblemente abstraído del mundo caluroso que me rodeaba y precavido de no ser un estorbo para nadie para que nadie fuera un estorbo para mi lectura. Ahí donde mis libros pueden ser una muralla efectiva para ahorrarme vendedores y preguntas de localización, resultó que mis murallas se vinieron abajo, primero lentamente, después súbitamente. Apareció justo a un lado mío, a una distancia que parecía pequeñísima (si pensamos que en la banca sólo estaba yo sentado), un hombre que se fue ingresando en mi perspectiva hasta que la sacudió y la rompió como un débil y barato florero… Preguntó (las intervenciones del nombre van con "negritas"): -¿Eres analista? -Psicoterapeuta, sí. -Ah, ¿Dónde hiciste la formación? -En “tal” instituto. -Ah sí, lo conozco. ¿Y supongo que te psicoanalizas? [No pude responder, el hombre continuó] Yo soy psicoanalista, atiendo aquí en “tal colonia”… ¿Has leído a Lacan? -Sí. -¿Y lo has entendido? -Poco. -¡Lo bueno que eres honesto! Para entender a Lacan hay que dedicarle años, es muy complicado. Por cierto que yo estoy dando un curso en “tal lugar” sobre Lacan, si te interesa puedes ir, cobramos 400 pesos al mes. Es que si uno no se va preguntando ciertas cosas sobre lo que a uno le interesan pues… -¿Y usted dónde hizo su formación? [Me decidí a preguntar] -¿Aún crees en eso de la formación? Para mí la formación pasa por otros registros, no por una escuela, tiene que ver con el diván, con el propio análisis. -De acuerdo, ¿Con quién se analizó? -Bueno, mi proceso ha pasado por varios momentos, no ha sido tan lineal, me analicé con “tal analista”. -Ah ya. -Bueno si te interesa puedes ir, te dejo mi tarjeta, agrégame a facebook, digo, si te interesa. -Gracias, maestro. Hasta luego. [Respondí alegre, convencido de que el lugar que debía ocupar era el de perpetuar lo imaginario de su escena, al fin, nada me quitaba y, en cierta medida, me divertía] A todo esto, el hombre analista sacudió por el suelo varios aspectos que desde mi óptica constituyen el registro auténtico de la práctica analítica; pero diré que el más fundamental y el terriblemente asesinado en ese momento fue el que se consigue “haciéndose el loco”, esto es, algo parecido a la Docta Ignorancia de Nicolas de Cusa. ¿No es el analista aquel que siempre se escabulle del lugar de Sujeto Supuesto Saber?, ¿No se trata la práctica analítica precisamente de respetar el no saber propio y de incentivar el saber que el otro ya posee sobre sí mismo pero del que no sabe nada?, ¿Se puede ser analista cuando se pone en entredicho el saber del otro sin conocerlo ni reconocerlo?, ¿El orden del silencio implica desconocimiento? Lo que quiero no es hacer una quemazón del hombre que me abordó, que bien podría ser un tipo excepcional y brillante, y que además no estaba en “función analítica” en ése momento; sino apuntar a una lógica que para mí es fundamental en la práctica y es precisamente ese descolocamiento del analista del lugar de saber. El analista no debe imponer una lectura, el analista no sabe la verdad de la vida, ni a qué autores se deben leer, ni cuáles son dificultosos, ni cuales no. El analista, por excelencia, no sabe y es en ése no saber que su saber se manifiesta en una búsqueda incansable; precisamente en una actitud que permite ir penetrando en lo inconsciente. Lo sabido no es inconsciente. El analista que revela sus saberes sobre el otro (sobre el otro, sobre y sobre) no es un analista es un oráculo. Las peores prácticas analíticas han derivado de suponer que se sabe lo que al otro le pasa, de rendirle al paciente sabidas cuentas de lo que le ocurre, lecturas casi de cartomancia sobre sus conflictos, dichos que se imponen al sujeto enajenándolo pues para nada contemplan su discurso. La práctica auténticamente analítica pone el acento no en el pulcro lugar del analista tras el diván, ni en la búsqueda de un lugar de reconocimiento, sino, en aquel que tendido en el diván se enfrenta con su discurso, con ayuda de un fiel escudero, de un “Sancho Panza” analítico que lo preserve de los molinos de viento pero que le permita enfrentarse a ellos. Finalmente, de lo que se trata es de colocarse desde un lugar más auténtico y nada resulta más apartado de la autenticidad que pretender saber al otro… es la no respuesta al Che Vuoi? con lo que uno se topa al final y de la que no hay que huir. [1] Bleichmar, Silvia. “Las teorías sexuales en psicoanálisis”, Ed. Paidós: México, D.F.
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Por: Hugo Toro A quienes ya hayan leído el clásico de Stephen King “It” no les sorprenderá que utilice un trozo de la trama para explicar un aspecto de las consideraciones psicoanalíticas sobre el desarrollo; pues la obra, que funciona a varios niveles (y en todos flotan), bien puede ser considerada un excelente texto de neurosis infantil, de psicopatología psicoanalítica (¿cómo no ver así el extraordinario capítulo dedicado al joven psicópata Patrick Hockstetter?). En fin, aperturo diciendo que de lo que nos vamos a ocupar es del descubrimiento paulatino del niño de la existencia del Otro. Bien sabemos que Freud desarrolló la noción de narcisismo primario para referirse a un momento del desarrollo en que el niño no establece un vínculo objetal, pues sus percepciones, inmaduras aún, no le permiten más que comprender el pecho de la madre como una extensión de sí mismo y, más aún, como una extensión de su propia mente, una creación ultrapoderosa que surge en los momento de necesidad. Este modelo de comprensión, derribado por los analistas kleinianos más apegados a la obra de Melanie Klein, se encuentra casi intacto en la obra de Donald Winnicott, quizá, con el agredado de sus consideraciones sobre la agresividad de las que no nos vamos a ocupar ahora. Así pues, el niño se encuentra en un estado de omnipotencia infantil, carente de falta, donde la realidad es la propia, una extensión inabarcable de percepciones y creaciones que surgen de sí mismo. Si pudiera encontrar mejores palabras para explicar este momento que aquellas que emplea Stephen King cuando describe la realidad de “Eso” antes del advenimiento de sus enemigos las usaría, pero como no puedo y utilizaré las de él: “[…] Eso existía en un simple círculo de despertar para comer y dormir para soñar.[1] Había creado un sitio a su imagen y semejanza y lo contemplaba con favor desde los fuegos fatuos que eran sus ojos.” (King, 1987, p. 1332) Así, como Eso, el niño se encuentra suspendido en un mundo ideal cuyo destino es el fatal desenlace de la desilusión y el doloroso chichón que produce el impacto con la pared de la realidad. Aguardando en ese momento de mágico placer, de la omnipotencia infantil, el pequeño se encuentra arropado en su propia mente, hasta que acontece la desilusión, tan sana como la ilusión, la intrusión de un “algo” que se introduce en la diada especular de la madre y el niño; un filoso cuchillo que atraviesa la relación y cercena por la mitad ese sitio “a imagen y semejanza” para convertirlo en un sitio vital, donde la vida se abre camino con su doloroso devenir. Es el pAdre, es la mAdre, es la Sociedad, el lenguaje, las exigencias ambientales, es el Otro (A). El niño poco a poco se va dando cuenta de que ese espejismo del que disfrutó por un breve periodo de tiempo se tambalea porque todo parece indicar que el poder de su mente poco o nada puede hacer contra aquello que atenta esa paz perpetua, el círculo divino en el que cayó por fortuna. El niño debe ir abriéndose paso por la maleza de la realidad, de la red simbólica que poco a poco lo va apresando, precisamente para que deje de ser Eso y sea sujeto. Remitámonos de nuevo a King y aprovechemos sus palabras: “Así, una última novedad había venido a Eso, no ya emoción, sino una fría especulación: ¿y si Eso no era lo único, como siempre había creído? ¿Y si había Otro? ¿Y si, más aún, esos niños eran agentes de ese Otro? ¿Y si…y si…?” (King, 1987, p. 1333) Efectivamente, hay Otro. Un Otro con agentes que nos van sancionando y frente a los cuales nos vamos colocando. La angustia de Eso no es para menos, surgirá la pregunta ¿Qué quiere el Otro de mí? De ahí todas las demás, ha quedado atrapado en algo que ha roto para siempre el circuito divino en el que se venía desarrollando su existencia. El Otro ha llegado y Eso no volverá a ser Eso… REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS: Freud, S. (1914), "Introducción al narcisismo", Tomo XIV, Obras completas, Ed. Amorrortu. King, Stephen. (1987), “It (Eso)”, Ed. Penguin Random House Grupo Editorial: México: CDMX. [1] Las negritas me pertenecen. Hago aquí indicación porque es este un principio de las comprensiones Meltzerianas sobre el sueño. Si Freud aduce que el sueño es un modo de perpetuar el soñar, Meltzer invierte los factores y convierte al dormir en un modo de establecer la elaboración onírica. Por: Guadalupe Vázquez. “Ce que j’ai fait, ce soir la Ce qu’elle a dit, ce soir la Realisant, mon espoir Je me lance vers la gloire We are vain and we are blind I hate people when they’re not polite”. Talking Heads - Psycho Killer Pretender el análisis desde la ficción es una ficción en sí misma, lo propio sería confrontar al autor con su obra, pues en la creación se precipita el acto fallido, bien dice Lacan (1966) “el sujeto no habla sino que es hablado”. Sin embargo inmiscuirse así, en la vida de la autora, sería una intromisión imperdonable, acaso falaz, así que nos contentaremos con estos personajes de papel y celuloide, capaces de resistir tiempo, lectura, mirada y, por supuesto, análisis. El libro de Lionel Shriver, en una prosa que no hace concesiones y nos conmina a hablar de Kevin, es cierto, pero en este hablar ¿no está acaso implícita la escucha? De la novela que discurre en forma epistolar puede hacerse un discurso de viva voz, de silencios, de actuaciones tímidas y lágrimas secas. La invitación está abierta para escuchar a Eva, la madre de Kevin, prestaremos oído a sus palabras en la figura y fábula de un analista y su deseo, que no es otro que comprender.
Eva en el diván. Eva acude a consulta escéptica o desesperanzada, aún no queda claro. Las experiencias pasadas con los terapeutas que trataron a su hijo, o con la psiquiatra que la diagnosticó y trató a propósito de una depresión puerperal, fueron como poco desafortunadas, más aún a resultas de las consecuencias. ¿Cuál es entonces su motivo? ¿Hay una demanda de análisis? Ahora tiene 56 años y es la madre de un asesino. Ha sido sometida al juicio penal, al civil y al social. Ella pregunta, y el analista, el de nuestra invención, admite conocer el caso a través de los medios, pero hace una afirmación: lo que en verdad me interesa es lo que usted tiene para decir señora Khatchadourian. La narración es cronológica, con apenas saltos hacia delante y hacia atrás. Ella, una snob, cosmopolita, demócrata, políticamente correcta, viajera impenitente y profesional, crítica feroz del establishment norteamericano, se enamora de un patriota republicano aficionado al baseball, que, y todo esto en palabras de la propia paciente, restauró en ella la idea de hogar. Su vida con Franklin y antes de él estaba nimbada por un aura de felicidad, no había vacíos existenciales que parecieran necesitar llenarse. Sin embargo Eva intuía que él sólo consideraría el escenario completo hasta el nacimiento de un hijo, no en balde el oficio de Franklin era hallar locaciones, escenarios ideales para la industria publicitaria. El analista observa cuan minuciosamente fueron sopesados los inconvenientes de un hijo, Eva consideró todas las pérdidas posibles y dejó fuera toda idealización. Lo hizo con un rigor que pocas veces se observa. Y así, a sabiendas de las eventualidades y fatigas que acompañan la maternidad decidió que sí. Pero para lo que no estaba preparada, tras 37 horas de trabajo de parto, era para el inmediato desencuentro. Eva dice: “Mientras aquel niño rechazaba mi pecho, por el que sentía una total repugnancia, yo también empecé a rechazarlo. […] Suspiraba por darle la leche de la más pura bondad humana, y él no la quería; o, por lo menos, no la quería de mí”. Ha dejado de saber si la frialdad y la distancia que pareció abrirse entre ella y su hijo, fue algo previo o anterior al rechazo del pecho, de su abrazo. El analista recuerda a Donald Winnicott, la idea de una falla en el maternaje se le antoja facilista, pero aún así la considera. ¿Qué pasa entonces si la madre no es presa de esa “locura” que la dispone al cuidado del bebé? ¿Es posible que en ausencia de la «preocupación maternal primaria» la criatura vea aniquilado su self?, ¿qué vea hasta tal punto amenazada su continuidad existencial? ¿Hubo una disociación de los impulsos agresivo y libidinal, como si de la desmezcla pulsional freudiana estuviéramos hablando? No, más bien pareciera que Kevin se vio privado de este impulso agresivo vital desde que asomó la cabeza al mundo. Sin dudarlo, una criatura cuidada diligentemente por su madre, tendrá mayores probabilidades de salir bien librada, pero no es una ley, un buen cuidador primario bien puede hacer la función. Louise Tilly y Joan Scott (1978) señalaron que no es si no hasta mediados del siglo XVII cuando entre las clases altas surgió la creencia de que tal vez los infantes tuvieran necesidades físicas y psíquicas diferentes a las de los adultos; y ya hacia finales de ese mismo siglo se fue acuñando la opinión de que las madres tenían que encargarse personalmente de sus hijos. Estas ideas permearon en sectores más amplios recién a finales del siglo XIX y prevalecen, aún y cuando hay distinciones notables dentro de este modelo de crianza. ¿Cuántos infantes fueron criados por su nodrizas y cuántos de ellas fueron, por ese motivo, arrojados a la locura o la perversión? Por eso, a propósito de la «preocupación maternal primaria», el analista trae a la memoria a Margarethe Hilferding, al igual que Winnicott, pediatra y psicoanalista. En su conferencia “Acerca del fundamento del amor maternal” (Viena. 1911), sostuvo valientemente - a partir de conclusiones extraídas en la práctica clínica- que “no hay amor materno innato” y que éste se despierta mediante la implicación física entre madre y el bebé, es decir que “puede ser adquirido mediante las experiencias de alimentación y los cuidados físicos de la criatura, si se dan determinadas condiciones favorables, que de no estar presentes pueden hacer surgir el rechazo”. Ese amor materno que se construye en el vínculo y para el vínculo, piensa el analista, es también “suficientemente bueno”. Eva, tristemente, no tuvo condiciones favorables. Su marido pronto tomó partido y no fue a su favor; tampoco había cerca alguna otra mujer ya experimentada que la sostuviera en el proceso. Así confiesa dolorosamente: “No debí tomármelo como una cuestión personal, pero no pude evitarlo”. Pese a las dificultades logró más de lo que muchas madres pueden atribuirse, un sensible entendimiento hacia una criatura que procuró mostrarse siempre, como el más impenetrable de los misterios. […] la maternidad desarrolló mi oído. Hay, para empezar, el vagido de una necesidad inarticulada, que es, de hecho, el primer tanteo del niño en pos del lenguaje, en busca de sonidos que significan mojado, o teta, o imperdible. Hay el llanto de terror, de miedo a que no haya nadie allí y lo dejen solo para siempre. […] Creo que Kevin odiaba estar vivo”. De cualquier modo el dedo acusador, ha señalado a Eva. No casualmente su nombre remite al pecado original. Eva, en hebreo vida, fuente de vida, respiración, pneuma. Lo humano transita en pares, dicotómicos o complementarios, así que aquí sería fácil entretenerse con la idea de que es la vida quien engendra la muerte, pero esto no explica la perversa malignidad de Kevin; Eva, quiere entender. Si otros la señalan, ella asiente, acepta, haciendo suya la culpa, actuando una frialdad que solo esconde la vulnerabilidad y el miedo; una culpa que parece responder al porqué de los crímenes. “Ojalá pudiera asumir toda la responsabilidad! […] ¿No comprendes que en ese caso todo sería más sencillo? ¿Por qué tendría que sentirme tan trastornada? […] Supongo que fue culpa mía […] No fui una buena madre..., fui fría, rigurosa, egoísta. Aunque no puede decirse que no lo haya pagado con creces. […] Si hubiera sido culpa mía, sólo culpa mía... Entonces la cosa no sería tan terrible. […] Me preocupa igualmente que pueda parecer que estoy preparando el terreno para alegar que todo cuanto Kevin ha hecho es culpa mía. A veces me refocilo pensándolo, y me bebo golosamente un buen trago de culpa. Pero fíjate en que he dicho que me refocilo pensándolo. En esos atracones de mea culpa hay cierta vanidad, un deseo de darme autobombo. La culpa confiere un poder formidable”. En esa confusión, ese intento de hacerse con la responsabilidad, Eva protege también a Franklin del escrutinio público, ¿fue un buen padre? El psicoanálisis ofrece pocas respuestas, apenas si se ha planteado la discusión de cómo se estructura el deseo de un hijo en el hombre; este lugar de subjetividad en el varón aparece como un punto ciego. De cualquier manera en Franklin había un deseo desesperado por la paternidad, pero no así un interés por su hijo en cuanto a sujeto. Primero se adueñó del embarazo de Eva hasta hacerla sentir que ocupaba el lugar de una incubadora. Después ignoró uno a uno los pedidos de ayuda. A lo largo del tiempo hizo lo mismo en cuanto a las advertencias sobre la perversidad de Kevin, negó cada incidente y preservó la imagen fantaseada del hijo. Eva al fin y al cabo, lo había decepcionado el mismo día en que Kevin nació, estropeando la fotografía plástica, ideal, superficial, que Franklin había forjado en su mente: la de una madre pletórica, feliz, con los pechos rebosantes de leche que amantaba a su mofletudo y dócil pequeño. Padre e hijo eran aliados y ella, la madre, quedaba fuera de juego. “Había creado mi propia Otra Mujer, que resultaba ser un hijo”. El analista especula tomando la vertiente teórica que le es familiar. Hay un déficit claro en la función paterna, en la instauración de la Ley. Franklin, cómplice de su hijo, no veía transgresión ni malicia, no interponía la fuerza de su palabra. Tampoco Eva podía ejercer la Ley, pues había renunciado ya a todo gobierno, amedrentada por las acciones de su hijo y por el temor a perder el amor de su marido. El alcance de la perversidad de Kevin habría podido templarse, si alguno de los dos hubiera servido de sostén y aliciente a su hijo, de modo tal que su deseo se desplegara en formas admisibles de transgresión a la ley. Tal vez entonces no estaría recluído en prisión y ante él se abriera un futuro prometedor en Blackwater Worldwide o en alguna reconocida firma de Fondos de Capital de Riesgo, donde cierto grado de psicopatía tienen valor curricular. Siguiendo esa línea, hay algo, que intriga persistentemente al analista ¿por qué Eva rinde ese tributo amoroso a Franklin, ofrendándole un hijo y el sacrificio de todo lo que, exceptuando al mismo Franklin, la hacía feliz. Eva lo hizo padre, sí, pero en un sentido más profundo y arcaico. Su propio padre había nacido en los campos de concentración de Dierez Zor, logró salir con vida del genocidio que acabó con casi dos millones de armenios. “Los campos estaban asolados por las enfermedades, y los armenios apenas recibían alimentos y agua. Es sorprendente que el bebé sobreviviera, porque sus tres hermanos murieron allí. A Selim, su padre, lo mataron a tiros. Dos terceras partes de la numerosa familia de mi madre, los Serafian, fueron exterminadas hasta el punto de que ni siquiera han sobrevivido sus historias”. Ese mismo padre encarnó el espíritu familiar y patriótico de los inmigrantes en Norteamérica, lo hizo desde el mutismo de un retrato en el que exhibía el uniforme del ejército. Murió en combate en la guerra del Pacífico, en 1945, apenas unos meses antes del nacimiento de Eva. Y ¿No era Franklin también la representación más rancia de este espíritu? ¿La representación del hogar? Eva atrapada por el fantasma del padre, le da a Franklin este lugar, el lugar de un muerto, y le ofrece en un rito sacrificial, un regalo post mortem, su propio hijo; entrega a Kevin a la memoria de un muerto que es lo mismo que ofrendarlo a la muerte y a su primitivo culto: un holocausto dedicado al Dios padre. Cuando Eva dice que no han sobrevivido las historias familiares, señala la hiancia sobre la que se superpone los jirones, los retazos de su fantasía. El analista no puede si no pensar en las palabras de Lacan: “la historia es el pasado historizado en el presente, historizado en el presente porque ha sido vivido en el pasado» (Escritos técnicos 1992b). Sólo podemos pensar que Kevin fue leal, y lo mostró cumpliendo a cabalidad la voluntad histórica. ¿Podrá ahora el análisis restituir el pasado? El analista, aún y cuando ficticio, lo duda más allá de su in-existencia. Todas las palabras de Eva han ido dirigidas a un solo destinatario: Franklin, el padre muerto, dos veces muerto. Ahora pretende colocar ahí a su analista, en ese sentido no hay demanda de análisis, solo repetición. Ella va a buscar su historia entre los cascotes humeantes de la guerra, entre heridos y cadáveres, perpetuándola y actualizándola, en una cadena cómplice de lealtades inconscientes. Ella permanece atada, al igual que Kevin, al linaje del trauma. Y es esto, lo impensable, lo real, inabordable, indecible, aquello que precipita la locura. Así lo consigna la frase de inspiración wittgensteniana, que abre el libro de Davoine y Gaudilliére y cierra de una vez por todas este texto: “lo que no se puede decir, no se puede callar”. Bibliografía.
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