Por: Guadalupe Vázquez. “Ce que j’ai fait, ce soir la Ce qu’elle a dit, ce soir la Realisant, mon espoir Je me lance vers la gloire We are vain and we are blind I hate people when they’re not polite”. Talking Heads - Psycho Killer Pretender el análisis desde la ficción es una ficción en sí misma, lo propio sería confrontar al autor con su obra, pues en la creación se precipita el acto fallido, bien dice Lacan (1966) “el sujeto no habla sino que es hablado”. Sin embargo inmiscuirse así, en la vida de la autora, sería una intromisión imperdonable, acaso falaz, así que nos contentaremos con estos personajes de papel y celuloide, capaces de resistir tiempo, lectura, mirada y, por supuesto, análisis. El libro de Lionel Shriver, en una prosa que no hace concesiones y nos conmina a hablar de Kevin, es cierto, pero en este hablar ¿no está acaso implícita la escucha? De la novela que discurre en forma epistolar puede hacerse un discurso de viva voz, de silencios, de actuaciones tímidas y lágrimas secas. La invitación está abierta para escuchar a Eva, la madre de Kevin, prestaremos oído a sus palabras en la figura y fábula de un analista y su deseo, que no es otro que comprender.
Eva en el diván. Eva acude a consulta escéptica o desesperanzada, aún no queda claro. Las experiencias pasadas con los terapeutas que trataron a su hijo, o con la psiquiatra que la diagnosticó y trató a propósito de una depresión puerperal, fueron como poco desafortunadas, más aún a resultas de las consecuencias. ¿Cuál es entonces su motivo? ¿Hay una demanda de análisis? Ahora tiene 56 años y es la madre de un asesino. Ha sido sometida al juicio penal, al civil y al social. Ella pregunta, y el analista, el de nuestra invención, admite conocer el caso a través de los medios, pero hace una afirmación: lo que en verdad me interesa es lo que usted tiene para decir señora Khatchadourian. La narración es cronológica, con apenas saltos hacia delante y hacia atrás. Ella, una snob, cosmopolita, demócrata, políticamente correcta, viajera impenitente y profesional, crítica feroz del establishment norteamericano, se enamora de un patriota republicano aficionado al baseball, que, y todo esto en palabras de la propia paciente, restauró en ella la idea de hogar. Su vida con Franklin y antes de él estaba nimbada por un aura de felicidad, no había vacíos existenciales que parecieran necesitar llenarse. Sin embargo Eva intuía que él sólo consideraría el escenario completo hasta el nacimiento de un hijo, no en balde el oficio de Franklin era hallar locaciones, escenarios ideales para la industria publicitaria. El analista observa cuan minuciosamente fueron sopesados los inconvenientes de un hijo, Eva consideró todas las pérdidas posibles y dejó fuera toda idealización. Lo hizo con un rigor que pocas veces se observa. Y así, a sabiendas de las eventualidades y fatigas que acompañan la maternidad decidió que sí. Pero para lo que no estaba preparada, tras 37 horas de trabajo de parto, era para el inmediato desencuentro. Eva dice: “Mientras aquel niño rechazaba mi pecho, por el que sentía una total repugnancia, yo también empecé a rechazarlo. […] Suspiraba por darle la leche de la más pura bondad humana, y él no la quería; o, por lo menos, no la quería de mí”. Ha dejado de saber si la frialdad y la distancia que pareció abrirse entre ella y su hijo, fue algo previo o anterior al rechazo del pecho, de su abrazo. El analista recuerda a Donald Winnicott, la idea de una falla en el maternaje se le antoja facilista, pero aún así la considera. ¿Qué pasa entonces si la madre no es presa de esa “locura” que la dispone al cuidado del bebé? ¿Es posible que en ausencia de la «preocupación maternal primaria» la criatura vea aniquilado su self?, ¿qué vea hasta tal punto amenazada su continuidad existencial? ¿Hubo una disociación de los impulsos agresivo y libidinal, como si de la desmezcla pulsional freudiana estuviéramos hablando? No, más bien pareciera que Kevin se vio privado de este impulso agresivo vital desde que asomó la cabeza al mundo. Sin dudarlo, una criatura cuidada diligentemente por su madre, tendrá mayores probabilidades de salir bien librada, pero no es una ley, un buen cuidador primario bien puede hacer la función. Louise Tilly y Joan Scott (1978) señalaron que no es si no hasta mediados del siglo XVII cuando entre las clases altas surgió la creencia de que tal vez los infantes tuvieran necesidades físicas y psíquicas diferentes a las de los adultos; y ya hacia finales de ese mismo siglo se fue acuñando la opinión de que las madres tenían que encargarse personalmente de sus hijos. Estas ideas permearon en sectores más amplios recién a finales del siglo XIX y prevalecen, aún y cuando hay distinciones notables dentro de este modelo de crianza. ¿Cuántos infantes fueron criados por su nodrizas y cuántos de ellas fueron, por ese motivo, arrojados a la locura o la perversión? Por eso, a propósito de la «preocupación maternal primaria», el analista trae a la memoria a Margarethe Hilferding, al igual que Winnicott, pediatra y psicoanalista. En su conferencia “Acerca del fundamento del amor maternal” (Viena. 1911), sostuvo valientemente - a partir de conclusiones extraídas en la práctica clínica- que “no hay amor materno innato” y que éste se despierta mediante la implicación física entre madre y el bebé, es decir que “puede ser adquirido mediante las experiencias de alimentación y los cuidados físicos de la criatura, si se dan determinadas condiciones favorables, que de no estar presentes pueden hacer surgir el rechazo”. Ese amor materno que se construye en el vínculo y para el vínculo, piensa el analista, es también “suficientemente bueno”. Eva, tristemente, no tuvo condiciones favorables. Su marido pronto tomó partido y no fue a su favor; tampoco había cerca alguna otra mujer ya experimentada que la sostuviera en el proceso. Así confiesa dolorosamente: “No debí tomármelo como una cuestión personal, pero no pude evitarlo”. Pese a las dificultades logró más de lo que muchas madres pueden atribuirse, un sensible entendimiento hacia una criatura que procuró mostrarse siempre, como el más impenetrable de los misterios. […] la maternidad desarrolló mi oído. Hay, para empezar, el vagido de una necesidad inarticulada, que es, de hecho, el primer tanteo del niño en pos del lenguaje, en busca de sonidos que significan mojado, o teta, o imperdible. Hay el llanto de terror, de miedo a que no haya nadie allí y lo dejen solo para siempre. […] Creo que Kevin odiaba estar vivo”. De cualquier modo el dedo acusador, ha señalado a Eva. No casualmente su nombre remite al pecado original. Eva, en hebreo vida, fuente de vida, respiración, pneuma. Lo humano transita en pares, dicotómicos o complementarios, así que aquí sería fácil entretenerse con la idea de que es la vida quien engendra la muerte, pero esto no explica la perversa malignidad de Kevin; Eva, quiere entender. Si otros la señalan, ella asiente, acepta, haciendo suya la culpa, actuando una frialdad que solo esconde la vulnerabilidad y el miedo; una culpa que parece responder al porqué de los crímenes. “Ojalá pudiera asumir toda la responsabilidad! […] ¿No comprendes que en ese caso todo sería más sencillo? ¿Por qué tendría que sentirme tan trastornada? […] Supongo que fue culpa mía […] No fui una buena madre..., fui fría, rigurosa, egoísta. Aunque no puede decirse que no lo haya pagado con creces. […] Si hubiera sido culpa mía, sólo culpa mía... Entonces la cosa no sería tan terrible. […] Me preocupa igualmente que pueda parecer que estoy preparando el terreno para alegar que todo cuanto Kevin ha hecho es culpa mía. A veces me refocilo pensándolo, y me bebo golosamente un buen trago de culpa. Pero fíjate en que he dicho que me refocilo pensándolo. En esos atracones de mea culpa hay cierta vanidad, un deseo de darme autobombo. La culpa confiere un poder formidable”. En esa confusión, ese intento de hacerse con la responsabilidad, Eva protege también a Franklin del escrutinio público, ¿fue un buen padre? El psicoanálisis ofrece pocas respuestas, apenas si se ha planteado la discusión de cómo se estructura el deseo de un hijo en el hombre; este lugar de subjetividad en el varón aparece como un punto ciego. De cualquier manera en Franklin había un deseo desesperado por la paternidad, pero no así un interés por su hijo en cuanto a sujeto. Primero se adueñó del embarazo de Eva hasta hacerla sentir que ocupaba el lugar de una incubadora. Después ignoró uno a uno los pedidos de ayuda. A lo largo del tiempo hizo lo mismo en cuanto a las advertencias sobre la perversidad de Kevin, negó cada incidente y preservó la imagen fantaseada del hijo. Eva al fin y al cabo, lo había decepcionado el mismo día en que Kevin nació, estropeando la fotografía plástica, ideal, superficial, que Franklin había forjado en su mente: la de una madre pletórica, feliz, con los pechos rebosantes de leche que amantaba a su mofletudo y dócil pequeño. Padre e hijo eran aliados y ella, la madre, quedaba fuera de juego. “Había creado mi propia Otra Mujer, que resultaba ser un hijo”. El analista especula tomando la vertiente teórica que le es familiar. Hay un déficit claro en la función paterna, en la instauración de la Ley. Franklin, cómplice de su hijo, no veía transgresión ni malicia, no interponía la fuerza de su palabra. Tampoco Eva podía ejercer la Ley, pues había renunciado ya a todo gobierno, amedrentada por las acciones de su hijo y por el temor a perder el amor de su marido. El alcance de la perversidad de Kevin habría podido templarse, si alguno de los dos hubiera servido de sostén y aliciente a su hijo, de modo tal que su deseo se desplegara en formas admisibles de transgresión a la ley. Tal vez entonces no estaría recluído en prisión y ante él se abriera un futuro prometedor en Blackwater Worldwide o en alguna reconocida firma de Fondos de Capital de Riesgo, donde cierto grado de psicopatía tienen valor curricular. Siguiendo esa línea, hay algo, que intriga persistentemente al analista ¿por qué Eva rinde ese tributo amoroso a Franklin, ofrendándole un hijo y el sacrificio de todo lo que, exceptuando al mismo Franklin, la hacía feliz. Eva lo hizo padre, sí, pero en un sentido más profundo y arcaico. Su propio padre había nacido en los campos de concentración de Dierez Zor, logró salir con vida del genocidio que acabó con casi dos millones de armenios. “Los campos estaban asolados por las enfermedades, y los armenios apenas recibían alimentos y agua. Es sorprendente que el bebé sobreviviera, porque sus tres hermanos murieron allí. A Selim, su padre, lo mataron a tiros. Dos terceras partes de la numerosa familia de mi madre, los Serafian, fueron exterminadas hasta el punto de que ni siquiera han sobrevivido sus historias”. Ese mismo padre encarnó el espíritu familiar y patriótico de los inmigrantes en Norteamérica, lo hizo desde el mutismo de un retrato en el que exhibía el uniforme del ejército. Murió en combate en la guerra del Pacífico, en 1945, apenas unos meses antes del nacimiento de Eva. Y ¿No era Franklin también la representación más rancia de este espíritu? ¿La representación del hogar? Eva atrapada por el fantasma del padre, le da a Franklin este lugar, el lugar de un muerto, y le ofrece en un rito sacrificial, un regalo post mortem, su propio hijo; entrega a Kevin a la memoria de un muerto que es lo mismo que ofrendarlo a la muerte y a su primitivo culto: un holocausto dedicado al Dios padre. Cuando Eva dice que no han sobrevivido las historias familiares, señala la hiancia sobre la que se superpone los jirones, los retazos de su fantasía. El analista no puede si no pensar en las palabras de Lacan: “la historia es el pasado historizado en el presente, historizado en el presente porque ha sido vivido en el pasado» (Escritos técnicos 1992b). Sólo podemos pensar que Kevin fue leal, y lo mostró cumpliendo a cabalidad la voluntad histórica. ¿Podrá ahora el análisis restituir el pasado? El analista, aún y cuando ficticio, lo duda más allá de su in-existencia. Todas las palabras de Eva han ido dirigidas a un solo destinatario: Franklin, el padre muerto, dos veces muerto. Ahora pretende colocar ahí a su analista, en ese sentido no hay demanda de análisis, solo repetición. Ella va a buscar su historia entre los cascotes humeantes de la guerra, entre heridos y cadáveres, perpetuándola y actualizándola, en una cadena cómplice de lealtades inconscientes. Ella permanece atada, al igual que Kevin, al linaje del trauma. Y es esto, lo impensable, lo real, inabordable, indecible, aquello que precipita la locura. Así lo consigna la frase de inspiración wittgensteniana, que abre el libro de Davoine y Gaudilliére y cierra de una vez por todas este texto: “lo que no se puede decir, no se puede callar”. Bibliografía.
2 Comentarios
Rocío Hernández
5/4/2017 09:57:40 am
Muy interesante y profundo tu análisis. Creo que tomas varios elementos fundamentales del psicoanálisis para entender las situaciones y el resultado, un bello ensayo.
Responder
Guadalupe
5/4/2017 10:48:49 am
Gracias. Hay muchas líneas potenciales de análisis, el texto da mucho de sí y puedo decir que me quedé corta, muchas ideas fueron relegadas ( no olvidadas). Mi invitación sería a plantear una discusión al respecto, un intercambio de "ficciones" en torno al porqué, una pregunta que asoma en cada capítulo. Muchos saludos Rocío.
Responder
Deja una respuesta. |
Archivos
Julio 2023
Categorías |