Por: Hugo Toro. No es poco común y en realidad es una constante que a los inicios de la práctica clínica y de la formación analítica como tal, los aspirantes dejan de lado un valor coyuntural de la práctica: la humildad. Como si de niños con un martillo de juguete se tratara, hacen intervenciones y trabajos intentando colgar un gran cuadro en la pared de su orgullo, sin dar cuenta que su martillo sigue siendo eso, un martillo de juguete. Pero no debe pensarse que esto es una diatriba en contra de los recién iniciados en los procesos formativos (múltiples en sus formas como hay escuelas en la actualidad), pues esta realidad, la del martillo, existe más allá de la poca experiencia, de hecho, varias veces he escuchado anécdotas interesantes, graciosas y simpáticas: el gran analista de renombre que se duerme en una sesión, el que se involucra afectivamente con su paciente o, cómo olvidar esa anécdota, la que con una furia desatada por los límites alcanzados de su tolerancia, aporreó a un niño en análisis. Son múltiples las experiencias clínicas que dan cuenta de una realidad primera y que todo analista debe conocer bien: los límites de su práctica. Si bien, conocer los límites no implica necesariamente abstraerse de toda posibilidad, sí implica un uso responsable del método, pues si bien es cierto que el método, de cierta forma entendido como encuadre, permite cierta protección y perpetúa de cierta manera una determinada dirección de la cura, también viene cierto que dicho método estará determinado por el propio análisis del analista y, por supuesto, de los matices concretos de su goce y más allá, de su deseo. Es terrible cuando la práctica del análisis se convierte en síntoma del analista, que ejecuta la práctica en un goce permanente, en realidad, y esto es cierto, no pocas veces una persona ha instrumentado el análisis con miras a perpetuar fantasías perversas en las que el goce masoquista y el goce sádico intervienen por partes iguales. Frente a esto, ¿cuál es una resolución posible?, en el último de los casos que declaro la respuesta es una obviedad: nada, pues será muy poco probable que ese analista se pregunte por su propia práctica y la clínica que ejerce. Pero en los demás la situación se vuelve más aguda y requiere un cierto detenimiento. Hemos dicho ya que no se trata tanto de rehusar la posibilidad, es decir, conocer los límites no implica cegarse a nuevas posibilidades y horizontes, de otro modo, la práctica también devendría en un ejercicio muerto, poco vital y significante; echaría por tierra las cualidades más inmediatas del análisis como tal al estar cerrado en condiciones secas y poco fecundas. Como siempre, la realidad de nuestra práctica nos invita a remitirnos a un justo medio que permita comprender y ejecutar cierto modo de proceder. En ese sentido, no será de extrañar que el primer elemento que el analista debe tomar en cuenta es su propio conocimiento y, más aún, su propio desconocimiento. De eso puede obtener las matrices móviles que le permitirán aceptar o no un caso o a un paciente. También será un hecho que del ejercicio permanente de una Docta Ignorancia sobre sí mismo se puede permitir abordar, desde la humildad que impone la realidad de las cosas, una renuncia a un determinado tratamiento clínico; es decir, forjar y reconocer el hecho de que no siempre se puede salir triunfante de las condiciones a las que uno se enfrenta, llevar a cabo la derivación en el momento y del modo adecuado, sin llevarnos a nosotros como analistas y al analizante a terrenos insospechados de actuaciones y acting out que puedan derivar en poderosos resentimientos y en cierres poco efectivos. La clave, como siempre, será el propio análisis del analista, así como el ejercicio de ese análisis y en la comprensión de sí mismo. No debemos obviar algo que André Green comenta en su libro “Ideas directrices para un psicoanálisis contemporáneo”: “Debe tenerse siempre en cuenta que, debido a las angustias y los peligros que presiente, el paciente busca provocar, a través de un pasaje al acto irrevocable, la muerte del proceso, ya sea como consecuencia de sus propias actuaciones (por ejemplo, mediante intervenciones externas de su familia), o logrando una respuesta contratransferencial violenta de parte del analista. Seamos honestos: esta última eventualidad no siempre es evitable, porque es importante reconocer que, por muy analizado que esté, el analista no deja de tener una capacidad de tolerancia limitada. En este último caso, lo importante es que pueda reconocer ante el paciente haber tocado ese límite y no sentirse ya capaz de llevar a cabo el trabajo analítico. En esa forma, en vez de que el divorcio tenga un solo responsable, la culpa estará compartida. Todo analista sabe que, sin excluir una empatía que de por sí no es suficiente, la actitud a preservar es la impavidez (Bouvet). De todas maneras, repitámoslo por si es necesario: impavidez no quiere decir indiferencia, que sí sería la peor de las culpas. Impavidez significa que el analista confía en su método lo suficiente como para arrostrar tempestades arremetiendo contra mares embravecidos, huracanes y corrientes peligrosas. En situaciones así hay que contar con las cualidades del método (Donnet) pero también con las del piloto. Es en vano pretender en todo momento lograr el control: lo importante es que al nave no vuelque y zozobre.” (André Green, 2011, p. 129) Es evidente que un analista con la claridad teórica y técnica de Green traza una ruta clara para los analistas; no debe costar reconocer, contra la helada razón de nuestra propia soberbia, que no se puede todo con todos y que ese principio es tan humano como humanas son las condiciones y contenidos que se despliegan en el análisis. Referencias bibliográficas: Green, André. (2011), "Ideas directrices para un psicoanálisis contemporáneo: Desconocimiento y reconocimiento del inconsciente.", Amorrortu Editores: Buenos Aires, Argentina.
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Julio 2023
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